La democracia, no hay duda, es el mejor de los sistemas de Gobierno hasta hoy existidos. Mismo del que dice Friedrich, es un sistema en el que existen una serie de valores que prevalecen a las mayorías. Del que Tocqueville dice que las mayorías tenían un límite, la justicia y que esos límites son bastantes claros, la dignidad del ser humano y sus derechos fundamentales, hoy pisoteados, sobre todo el de los débiles y desfavorecidos, por la sencilla razón que el relativismo imperante trae consigo el dominio de los más fuertes sobre los desamparados.
Si la mayoría no tuvieran límites se podrían justificar las más execrables y abyectas prácticas, por ejemplo, la esclavitud. Hoy como siempre, bien se sostiene por connotados tratadistas internacionales, los sistemas ideológicos tratan de dominar y controlar la vida social, vuelven a la carga con la cantaleta del dominio de los procedimientos y lo absoluto de las formas, desnaturalizando contenidos y valores. Todo al servicio de la versión aritmética y estadística de la democracia que hoy muchos siguen.
De otro lado, tenemos el relativismo, del que existen modalidades y variaciones, tales como contextual, reconstructivo o teológico, y que plantea, desde la perspectiva cultural, que todo vale lo mismo, que no hay diferencias entre las diferentes posturas y propone un multiculturalismo axiológico en cuya virtud se asume como postulado que todo es igual, que tal o cual práctica cultural, por proceder de una determinada cultura, debe respetarse. El problema es que, si no se sientan con claridad límites, terminarán definidos a la conveniencia de las mayorías, y si la mayoría entiende admisible cualquier práctica inhumana, entonces, cómo la opinión de la mayoría es la fuente del derecho, adelante con las linternas, lo que es inadmisible.
Casi todo es relativo y se expresa que en la mayoría de las cuestiones de la vida social y política es posible encontrar diversas soluciones, seguramente todas ellas razonables y bien fundadas. Ahora bien, cuándo están en juego los derechos fundamentales de la persona o la dignidad del ser humano, los poderes públicos han de ser conscientes de que su función no es sólo respetarlos sino promoverlos y hacerlos posibles, sin intromisiones e injerencias. Cuando el poder actúa sin límites, la arbitrariedad está servida. Justo lo que ocurre en el tiempo presente entre nosotros todos los días y a todas las horas.
El relativismo, para la cultura del pensamiento ligero, de la sociedad de la ligereza, las convicciones, mejor, la ausencia de ellas, son el antídoto contra el extremismo y el fundamentalismo. Sin embargo, el problema no son las convicciones, sino la posibilidad de expresarlas, quien las tenga, con racionalidad y en un ambiente de pluralismo. La amenaza para la vida social en paz no está en la verdad, sino en la imposibilidad, cada vez más presente, de ejercer seriamente la libertad de expresión, la propia y la de los demás.
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