Dicen que La Guajira es una madre soltera. No cualquier madre soltera, sino una que carga con el estigma de ser abandonada, de ser juzgada, de ser explotada. Tiene tres hijos: el hambre, la desnutrición y la desigualdad.
Hijos que ama a pesar de todo, pero que, como suele ocurrir en las historias de abandono, han salido díscolos y desagradecidos. En lugar de apoyarla, se han vuelto su carga más pesada, sus peores críticos, sus verdugos silenciosos.
El hambre, el mayor de sus hijos, no es solo un niño desnutrido. Es un monstruo que crece y se alimenta de su propia desesperación. En su afán por subsistir, el hambre ha aprendido a ser implacable, afectando a los más pequeños, los más débiles, los más inocentes. No conoce límites ni razones, y aunque su madre lo combate con lo poco que tiene, él siempre vuelve, cada vez más fuerte, más insaciable.
La desnutrición, su segundo hijo, es todavía más cruel. No solo la culpa a ella de su estado, sino que se regodea en su miseria. Es el reflejo vivo de la negligencia que otros han querido achacarle. ‘Es culpa tuya’, le dicen, como si ella tuviera la capacidad de alimentar a todos con manos vacías.
Y luego está la desigualdad, el más amargo de los tres. Este hijo, a diferencia de los otros, se ha creído especial. No es un hijo que llora ni pide pan; es uno que mira con desprecio a su propia madre, porque ha aprendido que en este mundo no hay que luchar por todos, sino solo por uno mismo.
Los padres de estos hijos —el Estado, el sector privado (multinacionales) y la clase política nacional y local— desaparecieron hace tiempo, dejando tras de sí promesas vacías y facturas por pagar.
El Estado, su primer amante, fue todo un caballero al principio. Llegó con su discurso solemne, con sus planes y estrategias que sonaban tan bien que parecían sacados de un libro de cuentos. “Nunca te faltará nada”, le dijo, mientras trazaba líneas en un mapa y redactaba decretos que jamás se cumplirían. Pero cuando llegó el momento de actuar, se mostró ausente, frío, distante.
“Esto es lo que hay”, le decía mientras desviaba las regalías que le correspondían hacia otros destinos más rentables. La dejó con hospitales que son ruinas, escuelas sin pupitres y carreteras que se desmoronan bajo el peso de la indiferencia.
El sector privado (multinacionales) fue distinto. Llegó como un galán de telenovela, prometiendo prosperidad, empleo y desarrollo. “Te haré rica”, le decía, mientras hundía sus máquinas en las entrañas de su tierra, sacando carbón, gas y sal. Pero, como suele pasar con los encantadores de serpientes, todo era una ilusión.
Se llevó las riquezas y dejó un paisaje árido, contaminado, donde el agua escasea y el futuro se seca. Cuando ella le pidió ayuda para alimentar a sus hijos, respondió: “Esto no es mi responsabilidad”. Porque para él, La Guajira no era una madre, sino un recurso, un botín, algo que se usa y se deja.
Y luego está la clase política nacional y local, el amante más cercano, el que debería haberla entendido mejor. Llegó con un discurso populista, con caravanas y promesas de cambio. “Soy uno de los tuyos”, le decía, mirándola a los ojos con una falsa empatía. Pero en cuanto consiguió lo que quería, se dedicó a saquear lo poco que quedaba. Desvió contratos, malgastó los fondos públicos y construyó monumentos al despilfarro mientras sus hijos morían de hambre. Le dejó, como único legado, una cadena interminable de corruptos que se pasan el poder como si fuera un juego de mesa.
Hoy, La Guajira está sola, como tantas madres que el mundo ha preferido ignorar. Sus hijos lloran, se enferman, mueren. Y ella, lejos de rendirse, sigue luchando, porque eso es lo que hacen las madres solteras: encuentran la fuerza incluso cuando el mundo entero conspira para destruirlas. Se levanta cada día con la esperanza de que alguien la escuche, pero sus gritos se pierden en el desierto, como un eco que nadie quiere responder.
La llaman ‘negligente’, como si fuera su culpa que sus hijos pasen hambre. Le exigen que solucione sus problemas, pero le niegan las herramientas para hacerlo. Le ofrecen discursos, pero no acciones; migajas, pero no soluciones. Mientras tanto, los que deberían protegerla se pasean por las capitales, en aviones privados y oficinas climatizadas, discutiendo políticas que jamás llegarán a su tierra.
“La madre que alimenta a muchos siempre termina hambrienta”, podría decir ella, si tuviera tiempo para filosofar. Pero no lo tiene. Está demasiado ocupada tratando de sacar agua de los pozos secos, de cultivar una tierra que parece resistirse, de mantener vivos a sus hijos con lo poco que le queda.
La Guajira no quiere lástima, ni discursos vacíos, ni falsas promesas. Lo que quiere es respeto, justicia y acción. Quiere que el Estado cumpla su deber, que el sector privado (multinacionales) aporte más allá de los contratos, que la clase política deje de verla como un botín.
Y quiere algo más: quiere que la escuchen. Porque en sus gritos hay verdades que incomodan, pero que son necesarias. Verdades sobre la desigualdad, sobre el abandono, sobre la corrupción. Verdades que exigen ser dichas, aunque nadie quiera escucharlas.
“¿En qué me equivoqué?”, se pregunta La Guajira en sus noches de soledad. “¿Fui yo, o fueron los padres que prometieron ayudarnos y solo nos dejaron en el olvido?” Pero no tiene tiempo para lamentarse. Sabe que, a pesar de todo, debe seguir luchando. Porque así son las madres: resisten, incluso cuando el mundo les da la espalda, incluso cuando sus propios hijos parecen haberse vuelto en su contra.
Tal vez, algún día, esos hijos cambien. Tal vez el hambre ceda, la desnutrición se cure y la desigualdad entienda que no se puede crecer sobre el sufrimiento ajeno. O tal vez no. Tal vez La Guajira siga cargando con ellos hasta el final, como una madre que, a pesar de todo, nunca deja de amar. Porque ese es su destino: ser una madre soltera en un mundo que no sabe cómo ayudarla, pero sí cómo explotarla.