Entrevistado por un medio, concluye que: “Hay una Colombia moderna y otra que se queda atrás”, y uno de los síntomas es “la división entre las aglomeraciones urbanas prósperas y las regiones rurales”. El camino para cerrar la brecha es también acertado: “No necesitamos una sociedad al estilo Robin Hood en la que se cobran impuestos a los ricos y se les da dinero a los pobres para redistribuir el consumo (algo como la Colombia Humana). Necesitamos una en la cual la acción intencional sea aumentar la productividad de ese país rezagado”.
Qué bueno que un experto internacional coincida con el reclamo histórico de los gremios agropecuarios, desoído por esa necesidad nuestra de validadores externos y por la tendencia a posponer soluciones, en pro de las urgencias de las grandes urbes y de sectores económicos con mayor influencia.
En una reflexión convertida en libro, a la que me atreví hace unos años –Posconflicto y Desarrollo–, dediqué un capítulo al “Sesgo anti-rural” de los modelos de desarrollo y las políticas públicas. Hoy vuelvo sobre mis palabras:
“Hay acuerdo total en cuanto al valor estratégico del campo y de la producción agropecuaria, no solo frente a los retos del desarrollo sino –más importante aún- frente a la urgencia de la paz como anhelo colectivo y condición para el crecimiento”.
No obstante, el campo fue abandonado “…cuando dejó de ser ‘la estrella’ del quehacer económico y la generación de riqueza, desplazado primero por la industria, a la cual parió y alimentó a costa de su propia supervivencia, y luego por los llamados sectores modernos, más urbanos, más seguros y, sobre todo, más rentables; pero no porque necesariamente lo fueran, sino porque, asentados en los centros de poder, contaron desde su nacimiento con la protección y el apoyo del Estado, que le fueron arrebatados al sector rural”.
Definitivamente, la pobreza y la violencia rural no obedecen, como parlotea la izquierda, a la presunta concentración de la tierra sino a la ausencia del Estado. El mapa de narcotráfico y violencia rural se superpone al de la ausencia total de las instituciones e inversiones públicas, sin las que es imposible apoyar a los pequeños productores y convocar la inversión privada que genera empleo.
Ante la urgencia de derrotar los cultivos ilícitos, consolidar una verdadera paz y sustituir la dependencia minero energética, la producción agropecuaria es una gran oportunidad, que valida la ruta de Collier y de los gremios agropecuarios: Una acción intencional de la política pública para aumentar la productividad de ese país rezagado, con inversión en bienes públicos, educación y presencia institucional del Estado. No hay otra.