Hace 40 años Luis Carlos Galán Sarmiento (q.e.p.d.) escribió el libro ‘Los Carbones del Cerrejón’, en el que resaltó las desventajas para el país del contrato de asociación Carbocol-Intercor. Él exigía la devolución de la mitad del área concesionada, pues se presumía que el yacimiento era de 300 millones de toneladas y resultó de 3 mil millones. Reclamaba, además, 10 años para Carbocol de operador de la mina, contraprestaciones en transferencia de tecnología en carboquímica y la participación de Colombia en el fabuloso negocio del transporte marítimo.
Esos reclamos de vital interés, eran lo justo después de haber aportado USD 1.500 millones como mitad de la inversión y el yacimiento. Pero, nada de eso se revisó y, al contrario, nadie pensó en La Guajira, su territorio y sus gentes.
Se concesionaron sesenta y nueve mil hectáreas entre la Sierra Nevada de Santa Marta y la Serranía del Perijá, con una diversidad biológica sin igual y 26 kilómetros de los trescientos cuarenta del río Ranchería, muy rica en ganadería y agricultura. Se construyó la ferrovía bisecando tanto el territorio ancestral como su entramado sociocultural wayuú y Bahía Portete, a diferencia de lo que soñó Bolívar, se convirtió en puerto carbonífero.
El área concesionada puso en peligro la salud y la vida misma de los pobladores, sus animales y otras especies vegetales de las comunidades de Tabaco, Tamaquito, Oreganal, Calabacito, Roche, Patilla, Chancleta y otras de la región, en su mayoría pueblos afrocolombianos asentados allí desde el siglo XVI. Se desterritorializaron totalmente sus pobladores y se hizo una profunda transformación geográfica. Desaparecieron muchos arroyos, entre ellos, Aguas Blancas, Tabaco, Manantial y Bruno. Una destrucción que podría ser catalogada como un crimen de lesa humanidad. Un verdadero genocidio cultural y ecocidio como consecuencia de 36 años de explotación minera.
Este modelo económico suicida destrozó la tierra, deforestó bosques inmensos, descabezó montañas, voló llanuras con explosivos, contaminó y ocasionó un daño irreversible al río Ranchería. En esencia, la vida se redujo a objetos, convirtiendo ecosistemas vivos complejos en “recursos naturales”. Por igual, los guajiros se convierten en la mano de obra peor pagada, a la que también se le extrajo todo cuanto se pudo día y noche, más allá de su salud física y mental. Los técnicos y operadores que comenzaron muy jóvenes hace más de 35 años, hoy con una salud totalmente degradada, son basura humana que se desecha para reducir costos operativos, razón de la imposición del nuevo turno llamado 7×3-7×4 y, por ende, de la huelga.
El insaciable extractivismo solo es posible en regiones como La Guajira, periferia desechable que solo interesa por su utilidad lucrativa. A sus extractores solo los mueve el interés del “desarrollo económico”, como bien supremo por encima del bienestar de las comunidades. La Guajira como zona de sacrificio únicamente se da en esa forma brutal por residir en ellas unos pueblos y unas culturas que no les importan a las élites políticas nacionales y locales. Idea esta asociada al imperialismo y al racismo. Los más afectados son negros y cobrizos
Hace 39 años Amylkar Acosta Medina advirtió en su libro ‘Glosas al Contrato del Cerrejón’, “No olvidemos que una vez desplumados es muy difícil volver a ponerse las plumas”. “Una cosa es la explotación y aprovechamiento de nuestros recursos naturales, y otra muy distinta la depredación de los mismos”.
Sus conclusiones vaticinaron el típico enclave económico, social y cultural que constituía la estructura de la explotación carbonífera y el nulo progreso regional. Y predijo: “En el manejo del contrato, desde su firma, pasando por la ejecución de los estudios y de ahí en adelante, se ha venido alimentando la corrupción de las clases dominantes de nuestro país”.