que ha hecho de la democracia una vergüenza. Al parecer, la respuesta está en el individuo y por ende en las ciencias sociales y humanas. Toca profundizar en la erosión de los valores que se han perturbado. Desafortunadamente en nuestro medio es modelo el que hace trampa, y más admirado aún si escapa victorioso sin ser atrapado. El tonto es el que hace lo correcto.
Ya no existe educación cívica ni urbanidad en la escuela u hogar. Desapareció el ritual de sentarse a disfrutar de las comidas con el seguimiento de las buenas maneras. Cada quien come lo que quiera y está más pendiente al celular, la tableta o la televisión que a los principios legados de antaño. En Europa hacen cada década censo de valores para preservar las normas de convivencia y reorientar, si es preciso, la educación y las políticas sociales. Al contrario, en nuestra sociedad se trastocan, pierden o relativizan los valores y nadie endereza esa situación.
Los riohacheros de otros tiempos tenían usos y costumbres tribales que contrastan con la dispersión actual de principios y valores. Otrora imperaba la unidad y la solidaridad y los jóvenes y niños veían en los mayores otros padres, quienes en su gran mayoría eran excelentes ciudadanos formadores de ciudadanos, que sin ningún tipo de miramientos reprendían a cualquier “desconocido” que incumplía la más mínima norma social. Posteriormente averiguaban el linaje y procedencia del implicado, con la consiguiente notificación a los padres biológicos haciendo el papel de policías cívicos.
Eran los patrones sociales tradicionales arraigados en la moral católica y en los mecanismos de regulación legal lo que permitía que muchos jóvenes siguiéramos las reglas sociales por las buenas, por el deseo de ser un excelente ciudadano. Desde el saludo obligado a todos, en especial a los mayores; la vestimenta, la puntualidad, la auto prohibición a mentir, la observación del vocabulario usado, la inculcación del estudio y el deporte, el respeto a las tradiciones y a la cultura formaban un conjunto que hacía brillar o deslucir el comportamiento social esperado.
Presumo, ya que a esto nunca se le hizo una medición cualitativa, que la fuerte autorregulación de los jóvenes provenía, en mayor porcentaje, del deseo de ser un ciudadano ejemplar por satisfacción moral en cumplimiento del sentido de pertenencia social u orgullosa “riohacheridad”. En menor proporción, por temor a la culpa o a la vergüenza social. Los mayores seguían un proceso de acondicionamiento conductual, avergonzando a quienes se salían de los cánones de comportamiento civilista y, a la vez, felicitando la rectitud ciudadana que se manifestaba aun en la niñez. Esto influía en el desempeño total de la sociedad.
La Bonanza Marimbera como tsunami socioeconómico de finales de los setenta rompió el puente entre el pasado –la generación de los abuelos y anteriores– y las descendencias. Se alteraron los elementos de enlace entre abuelos, padres e hijos; especialmente los valores que rigen la vida de los miembros de la familia y sirven de inspiración y guía para sus acciones. Así, algunas tradiciones transmitidas intergeneracionalmente, se dispersaron. Más adelante con el desplazamiento geográfico de miles de personas a Riohacha, atraídos por la alucinación económica, el panorama se hizo más complejo, confuso y diverso.
No ha habido todavía, cuarenta años después, un intento serio en tratar de reconstruir este puente roto en lo relacionado con aumentar el cumplimiento de normas de convivencia y la resolución pacífica de conflictos. Los corruptos que dirigen a La Guajira no son conscientes de esta situación, por eso cada día aumenta la exclusión, llevándonos a altos niveles de delincuencia. Para hacer de Riohacha una mejor ciudad hay que comenzar por allí. Sin esto, no hay una Riohacha sana, desafortunadamente.