El Estado moderno en la versión de Hobbes surgió para evitar la autodestrucción de la sociedad dada la situación de guerra de todos contra todos, que era, a su vez, la inevitable situación de los seres humanos como producto de su egoísmo, de sus apetencias y deseos de acumulación y de denominación.
En la versión Hegeliana de la historia, la sociedad civil vive una situación de continua confrontación entre los intereses privados y por ello el momento positivo de la sociedad no se encuentra en la sociedad civil sino en el Estado, en donde debería materializarse el interés general, el interés público, es decir, el interés de todos o cuanto menos de la mayoría.
Pero también en las teorías contractualistas de poder, y pese a que su punto de partida es el opuesto, esto es, que los nombres en el estado de naturaleza viven en estado de armonía, recordemos aquí a Locke, siendo que postulan el Estado mínimo, sin embargo, reconocen al igual que Hobbes y Hegel, que al estado moderno deberá garantizar un mínimo de derechos dentro de los cuales ocupa el primer lugar el derecho a la vida.
La realidad, sin embargo, para nuestro caso, es que el Estado no garantiza ni siquiera un mínimo de derechos sociales y económicos – la ciudadanía social mínima–. Ni siquiera garantiza el derecho a la vida. Tal es el caso de nuestro país en el que se registran miles de asesinatos cada año, en donde el secuestro volvió a tomar auge, en donde hay una población cercana al 50% en situación de pobreza, en fin, en donde habría que poner en duda la existencia misma del Estado y de su legitimidad.
En la vieja declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, aquella aprobada por los constituyentes franceses el 14 de agosto de 1789, se dice con toda claridad que el Estado que no garantiza el derecho a la vida para sus asociados no tiene derecho a su existencia ni puede reclamar derecho alguno frente a los ciudadanos que se encuentran precisamente desprotegidos (art. 16). ¿Qué podríamos decir de nuestro Estado?
Esta reflexión viene a colación para referirnos a la necesidad que tiene la sociedad civil de retomar con fuerza la tarea de construir la paz. La paz deberá ser el resultado de transformaciones en el poder político, la recuperación de la política para que trabaje en dedicación con el bien común, en la materialización de los derechos de los excluidos, de los marginados. La sociedad civil y su agenda deben reflejar el empeño de trabajo para la superación de la pobreza y del “apartheid” social que vive la sociedad colombiana, por ello, debemos decirlo con claridad, la paz no será el resultado de las negociaciones entre la insurgencia armada y el gobierno (que es lo que ha sucedido), sino que brotará d la justicia social, de la lucha por la supresión de la exclusión y de la pobreza, y, obviamente del silenciamiento de los fusiles.