He tomado la costumbre de caminar por las tardes a la espera de la caída del sol. Trato de seguir recomendaciones saludables para el estado físico, mental y espiritual. En el sector donde vivo en la comuna 4 de Riohacha, su paisaje se presta para una caminata de agradable solaz: Un acantilado que le pone el pecho a la brisa del mar, una larga franja marina que cada vez gana más terreno con playas de arenas blancas gracias a los espolones, y una tupida vegetación de mangles y especies salitrosas como las salicornias que son como espárragos de mar; ofrecen un contraste de colores y movimientos ambientados por una fauna que se resguarda en ellos, de cangrejos, aves zancudas y marineras que aletean con gracia surcando un cielo blanquiceleste tinturado por el sol en su despedida.
Camino en solitario bebiendo el paisaje y sorbiendo por los pulmones un aire que quiere ser diáfano y solo se lo impiden las vísceras de pescado, la mortecina de la pesca desechada y en ocasiones, cuando el viento cambia de dirección, el atafago de las alcantarillas impúdicas cuando la ciudad se abre la bragueta y expulsa sus excretas al mar.
Los mangles no solo son el resguardo de la fauna y una barrera natural para impedir que el mar y su carácter erosionen el terreno. Además, se convierten en lugar de intimidad para una juventud adicta y para la lumpen luego de alguna fechoría. El paisaje en su equilibrio también es disputado por pescadores en sus faenas, jóvenes que patean pelota, bañistas y los comerciantes de pescado que compran a boca de jarro a un precio más accesible para sus intereses. Un micro mundo abigarrado, vivo y diverso.
En pandemia solía caminar temprano en la mañana. Incomodado por la cantidad de plástico, decidí aprovechar los tres días de paso del camión recolector de aseo para acopiar en bolsas todos los desechos que pudiera. Un vecino al ver mi rutina me dijo: – una golondrina no hace verano, tal vez pensó para sus adentros que como estamos en Riohacha eso no produciría ningún cambio. Lo cierto es que para mí todo pequeño esfuerzo se traduce en diminutas revoluciones que hacen la diferencia. Seguí haciéndolo a pesar de la indiferencia y me dio inspiración hasta para escribir un relato que tiene el título de esta columna.
Intuyo que muchos de los que en solitario se trepan al promontorio de piedras que conforman el espolón y se quedan largo tiempo mirando a la distancia, intentan equilibrar su salud mental, corrigiendo sus renglones torcidos, permitiendo que el nordeste cure sus heridas o dejando como decía Galeano, que la mala racha se les caiga de la memoria y de la vida.
El largo invierno de fin de año pasado, amenazaba con erosionar el acantilado. Las lluvias y las correntías fracturaron el terreno arcilloso y estuvieron a punto de hacer sucumbir la estructura del faro. Esto se constituyó en una lección de la naturaleza para la comunidad, en especial para los pescadores y vecinos que acostumbraban a depositar sus desechos en las laderas, convencidos de la naturalidad de su acción. Los torrentes de agua y su fuerza desnudaron la inmundicia que empezó a resbalar hacia el mar. Alertada la comunidad por el desastre provocado, reaccionó con su propio plan de contingencia llenando sacos de arena y disponiéndolos como escalinata, desde entonces ha disminuido el botadero de basura en el lugar. Una tarde coincidí con un grupo de jóvenes ambientalistas acompañados por una madre de familia del barrio José Antonio Galán sensible a los problemas ecológicos de la ciudad, se acercaron y me contaron de su Fundación cuyo nombre es Jóvenes Creando Conciencia y que gracias a una alianza con el Icbf lideran actividades con niños del sector conformando equipos de guardianes cuya tarea principal es preservar el manglar. Una pequeña revolución impulsada por golondrinas en invierno.