La crisis social, económica, política y ambiental que vive Colombia es una consecuencia del modelo económico imperante. La cual parecería imposible de empeorar; sin embargo, con los personajes que manejan la cosa pública podría suceder. El mayor peligro que se cierne para todos, y para los guajiros y riohacheros en especial, es seguir manteniendo esa ligazón infame entre los poderes económico, mafioso y político que solo han dejado a su paso corrupción, barbarie, desigualdad y miseria. Una constante fábrica de analfabetismo, hambre, enfermedad y violencia desmedida.
La participación ciudadana y la diversidad territorial y ambiental, columna vertebral de nuestra constitución, han sufrido el mayor embate antipopular del mismo Estado, resultando un reguero de sangre y dolor en los sectores más vulnerables. Según Indepaz, 162 líderes sociales y defensores de derechos humanos y 44 firmantes del Acuerdo de Paz fueron asesinados en 2021 y 310 líderes y 64 firmantes en 2020, al igual que cientos de desaparecidos. Así mismo afirma que, las ocho masacres ocurridas, en solo 20 días del primer mes de 2022 dejan un conteo parcial de al menos 55 personas asesinadas.
Ha hecho carrera el descaro de los gobernantes a todos los niveles, desde la implementación de reformas represivas en lo económico, de libertad de expresión y de protesta, como la más despilfarradora corrupción que deja sin educación, internet y salud a las capas más pobres de la población. Es el Congreso, una de las instituciones más aborrecidas por los colombianos con un 87% de desaprobación, el encargado de permitir al presidente y sus ministros hacer y desplegar las leyes más miserables y lesivas que hacen más excluyente esta sociedad, aumentando las brechas en materia de pobreza y pobreza extrema.
Se palpa un afán por depredar el erario en el mayor tiempo posible. Quieren arrasar con todo, como si se supiese de ante mano que están en su último cuarto de hora y que esa camada de bribones y mafiosos tuviesen los días contados de disfrute exagerado de los privilegios del poder, como los viajes presidenciales o las cuentas de gastos del egocéntrico fiscal. Cada vez los colombianos, ya sin asombrarnos, vamos de un escándalo de corrupción a otro, en la medida que salen a la luz pública, sabiendo que los ocultos son mucho más en número y cuantía, pues precisamente los órganos de control están para tapar y desviar antes que para vigilar.
Aunado a lo anterior el desacreditado gobierno con la “Ley de Seguridad Ciudadana”, una de sus iniciativas aprobada en tiempo récord en sesiones extraordinarias a fin de año, pretende prevenir y reprimir con mayores penas a la protesta pública en vez de oír las recomendaciones de los organismos internacionales de derechos humanos, de la Organización de Naciones Unidas y de la Unión Europea que condenan la violencia en las protestas de Colombia y advierten los excesos de la fuerza pública, especialmente del Esmad. Duque los rechaza y adopta un enfoque autoritario frente a la protesta con esta ley que recuerda a la de los caballos, un instrumento de censura y restricción a la prensa colombiana durante el gobierno 1886-1900.
Así pues, hoy el peligro más grande para todos los colombianos es que la cuadrilla de corruptos en el poder siga descuadernando el país si el rumbo no se corrige. Hacemos el ridículo en las esferas internacionales, en la misma forma como lo regional lo hace en el concierto nacional. Sin embargo, somos un pueblo con una gran capacidad de superación que deberá acompañar la recuperación moral de la patria, como primera medida para conquistar otros logros urgentes. Se requiere el empoderamiento del pueblo y de sus organizaciones y liderazgos para la transformación democrática, la justicia social, la realización de derechos, el cuidado de la naturaleza y la paz total.