En los últimos cincuenta años los riohacheros han experimentado una transformación descomunal en sus referentes y modelos. Anteriormente los jóvenes estudiantes y los deportistas representaban lo más avanzado, eran los seres más queridos, un bachiller era motivo de orgullo de la familia, y más, el estudiante universitario. Ese grupo vivió el final de la Guerra Fría y el Watergate, fueron los impulsores del cambio social. Todos querían ser como ellos. Esto generó una dinámica académico-cultural que trascendió el nivel local y cultivó entre los jóvenes el pensamiento crítico.
Existía una sana rivalidad entre el Colegio Divina Pastora y el Liceo Nacional Almirante Padilla, que se disputaban desde la calidad académica de los profesores y alumnos, hasta la destreza de los miembros de los equipos de fútbol y baloncesto. La ciudadanía se dividía en fanaticadas impulsoras de la formación de los estudiantes, lo que produjo buenos bachilleres que eran admitidos en cualquier universidad y maestros con compromiso y empuje. La mayoría de estos egresados salían a los centros universitarios del país gracias al esfuerzo mancomunado de la familia.
De esas generaciones tuvimos liderazgos riohacheros en diferentes ciudades del país, personajes muy estudiosos y estructurados políticamente. Amylkar Acosta Medina en la Universidad de Antioquia fue concejal de Medellín recién graduado de economista; Luis Gómez Pimienta en la Universidad del Cauca; Justo Pérez Van-leenden en la Universidad Nacional de Bogotá; Édgar Ferrucho Padilla en la Universidad del Atlántico, entre otros. Más una gran cantidad de profesionales destacados en diferentes áreas como los hermanos Ricardo y Jacobo Márquez Iguarán, Amílcar Gómez Deluque, Roberto Gutiérrez, entre muchos otros.
Médicos como Enrique Brito Herrera y Miguel Meza Pana eran los primeros en la escala social, el ideal de todos, éxito garantizado, respeto comunitario; abogados como Alfonso Martínez Illidge y Lácides Toro Ávila, en segundo término; el odontólogo como Joaquín Freyle Henríquez, el tercero; la profesión de ingeniero aún no aparecía como algo importante en el escenario laboral. Ya a finales de los setenta, en plena Bonanza Marimbera y después de ella, eso no era muy importante. El estudiante universitario estaba de último en la escala social, el peor valorado. Cuando se hablaba de las personas, se referían sustancialmente a sus vehículos y posesiones materiales.
Con el advenimiento de los nuevos personajes en el escenario social, cambiaron los símbolos. Se impuso un estilo de vida, un modelo para los jóvenes de la época al ritmo de parrandas eternas, desaparecieron los libros y aparecieron carros, botellas de whisky y muchas armas. Una transformación radical. El ideal para muchos jóvenes se trocó a ser rico, tener mucha plata sin mayor esfuerzo, daño cultural que ha trascendido a varias generaciones. Además de la deserción estudiantil, casi todo el mundo deseaba ser millonario, la academia se menospreció socialmente, tragedia que hoy nos impacta.
Se perdió el amor al estudio, el pensamiento crítico, la rectitud ciudadana y los altos estándares éticos de las generaciones señaladas. Lo que terminó de voltear las costumbres y la dinámica social fue la irrupción de grandes cantidades de dinero en las gestas electorales como negocio. Ya no importó de dónde salía la plata, ni quién fuese el candidato. Quien tuviese el dinero, de su bolsillo o de sus cómplices, se convertía en alcalde o concejal, con la consecuencia que el interés primario dejó de ser la solución de los problemas riohacheros y pasó a ser la malversación del erario.
Así pues, en menos de media centuria hemos pasado de tener unos grandes referentes muy estructurados y muy éticos a una generación de gobernantes, casi todos, dispuestos a saquear el tesoro público y sin estar preparados para esos cargos. Como ejemplo basta con repasar la lista de quienes se han sentado en la silla municipal o distrital, varios de ellos analfabetas funcionales.