El profesor de español corregía a la muchachita sus faltas ortográficas con comprensión. Le aseguraba que no eran errores, más bien distracciones, porque cuando le exigía que releyera detenidamente un texto de su autoría, ella misma detectaba cada palabra mal escrita y volvía a escribirlo sin error alguno.
Él decía que tenía una mente creativa y acelerada, ocupada a escribir a las carreras las ideas que imaginaba, añuñidas en su cabeza y plasmada en el papel a la topa tolondra y le juró y perjuró que un día serenaría ese cogote inquieto y haría cosas bonitas con el idioma español.
La pelaíta no le comía el cuento, pero lo que si sabía era que hablar hasta por los codos y escribir hasta en las servilletas era lo que más le gustaba: Las palabras y las letras. El profesor siguió su camino en la docencia con grandes satisfacciones y fue elegido rector de Uniguajira, cargo que le quedaba como pedrá en ojo de tuerto porque él era un docente de alma, vida y corazón y en la U volvió a cruzarse con la muchachita inquieta y con mala ortografía, ahora doctora hecha y derecha y la invitó a enseñar, exhortándola a compartir lo que quisiera transmitir a sus paisanitos en formación.
Su estatura era inversamente proporcional al tono de su voz… Pausado, bajito y sereno, como también serena era su mirada. Nos educaba con su ejemplo, estudiando más y más, curioseando no solo con el idioma español, también con el wayunaikii, porque no era únicamente educador sino también un investigador y las lenguas aborígenes lo atraían.
Este hidalgo Caballero, nacido en un lugar de la Alta de cuyo nombre no quiero acordarme, profesaba un amor profundo por el dialecto de su tierra, debatiéndose, como el General en su laberinto, para que se hablara cotidianamente y se preservara.
Era sencillo, sin grandes pretensiones o apegos materiales; se conformaba con sentir el olor de la guayaba, con enseñar y estudiar una y otra vez, como los pescaditos de oro, fundidos de noche por Aureliano Buendía y elaborado de nuevo, a la luz del sol, también, una y otra vez… Por pura pasión.
Entendía el saber como un bien público y por eso se esmeraba en transmitir todo el conocimiento que adquiría, así fueran increíbles y tristes historias, había que vivir para contarlas y él lo hacía.
Un Maestro, un gran maestro, a quien debo cada letra bien escrita y a quien escondo cualquier maltrato lingüístico, de los muchos que mi mente distraída pare de tanto en tanto.
Justo a Justo en el día del idioma, quiero recordar, porque honor a quién honor merece y sé bien que aunque si él no quiso y no necesitó de un suntuoso funeral como el de la mamá grande, grande fue, es y será en la retentiva de la gente agradecida y con memoria, porque fueron muchos los paisanos a quien impulsó a encontrar un camino literario y la suscrita es una de ellos.
¿Por quién doblan las campanas? Tú no necesitas su repicar para hacer sentir tu grandeza, porque el recuerdo de tu misma vida es estruendoso.