Dicen que “en el mar la vida es más sabrosa”, así mismito es y quienes crecimos a orilla del Caribe, lo podemos confirmar.
Que privilegio es crecer con el olor a salitre impregnado en los huesos y contar con este efectivo remedio para ponerle fin a los mocos y las gripas, entre otros achaques; con una terapia divertidísima, retozando con las olas que te explotan en la cara y la arena que se te mete hasta por el fundillo, cuando entre volteretas y tragando agua, ellas te arrastran hasta la orilla, para enseñarte a ser valiente, a no tenerle miedo al mar y a disfrutarlo como a la yuca y al vallenato: ¡sin aburrirte!
La ida a la playa los domingos, es un ritual que se ejecuta como premio a una semana llena de labores y responsabilidades y se espera con desespero.
Desde el mismo momento en que el adulto anuncia un “mañana vamos al mar”, la mente de un muchachito no para de soñar con vivir la experiencia y elabora todo un cronograma de lo que hará: cazar cangrejos, construir castillos de arena con puentes y banderas de palitos y hojitas, decorado con conchitas y piedras multicolores, escribir en la arena y encerrado en un corazón el nombre de un amor, jugar con el neumático remendado tantas veces pero igualmente efectivo para mantenerte a flote y, por supuesto, zambullirse una y otra vez en las cálidas aguas del mar Caribe hasta quedar tan zungo, como alacrán de monte y tan exhausto, como el burrito de Petare.
Las palmeras de la playa se convierten en un reto más apetecible que los viajes de Colón, pero solo los pelaitos intrépidos se atreven a descubrir sus cimas. Son esos muchachitos que van solitos al mar, sin un ojo fiscalizador que los detenga y advierta de los peligros de una caída y en efecto, se caen, se raspan, se limpian una y otra vez y lo intentan de nuevo hasta lograrlo.
Algunos pocos tienen la posibilidad de irse a temprana edad de pesca, en unos cayucos construidos artesanalmente que regresan en la tarde a la orilla, repletos de pargos, sierras, mojarra, bagre, etc. Quienes los esperan, aún pueden ver los pescados saltando y coleteando de lo lindo, antes de convertirse en sartas o pulpas, listos para su comercialización.
Yo me embobaba con la agilidad de mis vecinos, los hijos de Francisca, quienes exhibían, con el pelo desteñido de sol y la piel mojosa de salitre, sus habilidades de pescadores innatos.
Eran una especie de “Popeye”, héroes de mar, respetados por los niños del barrio, pues se intuía su coraje y valor, templado en la capacidad de navegar desde temprana edad, en un mar rabioso o sereno y en embarcaciones no tan fuertes como ellos: Ni de vaina me hubiese atrevido nunca a contradecirlos o retarlos; quizá si su descendencia se ocupa también de los menesteres de la pesca y el mar.
En todo caso, “ambúa Pacha” a las grandes metrópolis, mar es mar y esa inmensidad, regalo de Dios, no hay maravilla humana que lo supere y si le echamos un chorrito de nuestro ser Caribe y una pizca de alegría, la vaina resulta imbatible pues permanecemos eternamente bañados de sol.