Las técnicas agrícolas cada vez estarán más limitadas e insuficientes para satisfacer de alimentos a la gente porque la principal razón del desequilibrio entre la oferta y la demanda de estos es la superpoblación humana. Ya se rebasaron los 8.200 millones de habitantes en la Tierra. Algunos demógrafos conjeturan que la población mundial se estabilizará hacia 2080, cuando en este mundo sean unos 10.300 millones sus ocupantes. Tal equilibrio se daría por pandemias, como suele suceder con las poblaciones bacterianas. El principal componente de la contaminación tiene soluciones improbables y la población mundial cada día será mayor.
Como es antiético reducir por la fuerza la población mundial a cifras razonables, resulta imperioso encontrar alternativas alimentarias fuera de lo convencional. Por otra parte, habría que modificar de manera radical la tenencia de la tierra, lo que es un quebradero de cabeza nada menor. Preguntado un biólogo en cuánto se estimaría la población máxima para que la humanidad sea de nuevo autoabastecible nada más con lo que la naturaleza genera de manera espontánea, respondió que esa cifra rondaría los 600 millones de habitantes. Investigadores de la Universidad de Stanford (1994) calcularon el tamaño ideal de la especie entre 1.500 a 2.000 habitantes (https://www.bbc.com/mundo/vert-fut-62855426).
La revolución alimentaria está en la tecnología, sin más preámbulos. Los esfuerzos en ese sentido son tan viejos que ya es tarde para despotricar contra los alimentos transgénicos. El Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) hace por lo menos cincuenta años presentó un maíz mejorado que ofrecía un contenido de aminoácidos (precursores de las proteínas) de los que carece esta gramínea de manera natural. También se hacen esfuerzos biotecnológicos para controlar muchas enfermedades de las plantas, como en los cafetales con la roya o en las plantaciones de plátano con sigatoka negra.
La leche carece de hierro, agregable con modificaciones genéticas en las hembras lactíferas. En este sentido existen leches exentas de lactosa para que las personas con intolerancia a este azúcar puedan consumirla directamente. Otras leches modificadas proveen medicamentos para el manejo de ciertas enfermedades. Igual, hay ganado vacuno con mayor volumen de carnes. De modo que el fantasma de los alimentos transgénicos asusta más de lejos que de cerca. Por supuesto que alterar la naturaleza entraña riesgos, pero son pocas las alternativas.
La transformación de los seres humanos es un tema polémico. Se insinúa insertarle genes para que les sea posible la fotosíntesis. La propuesta es más agresiva porque contempla que sean capaces de digerir la celulosa (otro azúcar con múltiples moléculas de glucosa) proveniente de las hojas vegetales, cáscaras de frutas y árboles. A diferencia de los bóvidos, los humanos no aprovechan esta fuente de energía por carecer de la enzima celulasa. La celulosa constituye el 40 por ciento de la biomasa vegetal del planeta, que se emplea para fabricar papel, entre otros usos.
El intestino humano para aprovechar el azúcar común tiene que transformarla, sea de caña de azúcar o de remolacha, lo que se consigue con la sacarasa, una sustancia disponible en el tubo gástrico. Ahí se rompe en dos piezas simples (glucosa y fructuosa). Ahora son aprovechables como energía de uso inmediato o para crear energía de reserva en forma de glucosa hepática o muscular, proteínas y grasas. Lo mismo podría pasar con la celulosa al ser modificada.
No habrá más caña de azúcar y otras plantas de las que se les desperdicie la concha, como sucede hasta ahora. No obstante, se avizoran discusiones con los ambientalistas porque los humanos quedarán habilitados para mordisquear al desgaire hierbas, hojas y flores, y bla, bla, bla, que el mundo se acabará por esa acción depredadora. Lo que dicen las abuelas, palo porque bogas y palo porque no bogas.
Las diarreas agudas alteran el área intestinal donde se absorbe el azúcar común, lo que lleva a una incapacidad para modificarla (ha desaparecido la enzima rompedora de la sacarosa). En estas condiciones y mientras el enfermo se recupera puede endulzar los alimentos con miel de abeja, ya que esta contiene únicamente glucosa como energético, y lo que no requiere conversiones.
La propuesta se ampliaría para cumplirle el sueño dorado a los veganos y demás miembros de la microflora: el asunto sería proveer los genes que hagan posible secretar una enzima para biodegradar en las vías digestivas la lignina, fibra vegetal responsable de la característica leñosa de los árboles. Sin dudas, una fuente de proteína al granel, pues su biomasa se calcula en 2×10 11 toneladas anuales, solo superada por la celulosa.
Grandes beneficios traería crear humanos capaces de formar glucosa en la piel a partir de la luz solar (fotosíntesis), insertando los genes para que aparezcan los cloroplastos (orgánulos de las células vegetales en los que tiene lugar la fotosíntesis). De esta manera se combinarían la humedad y el CO2 ambiente para formar azúcares de absorción inmediata, con entrega de oxígeno a la atmósfera. Se imitaría a las plantas que usan la fotosíntesis para satisfacer sus necesidades energéticas.
Los humanos tendrían clorofila (pigmento responsable del color verde de las plantas), una sustancia similar a la hemoglobina, que a cambio de hierro posee magnesio. La exposición al sol permitiría almacenar energía, pasando a ser individuos autótrofos (generarían su propia energía). Esta capacidad podría potenciarse hasta convertirla en luminosa con miras recreativas. Se iría por ahí como el hermano Comején destellante.