Los preparativos comenzaban muchos días antes, hasta con dos semanas de anticipación, para que no se cruzara la fecha con otra que apareciera posteriormente con el mismo fin.
Podría decirse que era un ritual aprendido de memoria por fuerza de la costumbre. Esa era la razón por la cual los bailes de mi prima eran preferidos por las muchachas no solo del sector, puesto que desde barrios distantes llegaban a la casa bellas jóvenes con el ánimo de divertirse sanamente.
El día definitivo, cuando ya no podía darse marcha atrás ―aunque nunca hubo ese deseo en tratándose de baile―, todo era confusión en la casa: desde temprano se traían prestadas muchas sillas y se ponían en la sala en riguroso orden, de acuerdo con la vecina que las había facilitado; se le avisaba al dueño del pick-up para que fuera calentándolo poco antes de instalarlo; esta, en verdad, era una manera de avisar a las parejas que el baile era esa noche. Más tarde había que comprar el hielo para conservarlo en una nevera grande, de madera, revuelto con las cervezas y las gaseosas en medio de mucho aserrín.
Un detalle que no podía faltar era la colocación de dos o tres bombillos de 500 bujías, para evitar que algunas parejas se extraviaran en el largo patio con el socorrido pretexto de buscar dónde orinar. También se ordenaban mesas con sus respectivas sillas.
De todas estas actividades preliminares se encargaban muchachos que, por su edad, generalmente no participaban del baile; entre ellos siempre estaba “Choy”, jefe natural de menesteres como esos. “Choy” era un muchacho servicial; vivía enfrente de la casa de Juanita y no se perdía una sola de las reuniones que por diversos motivos se realizaban en el barrio. A “Choy” nadie se atrevía a moverlo de la silla que él mismo seleccionaba en la sala.
De estas reuniones bailables resultaban gananciosas algunas muchachas, sobre todo aquellas que no tenían novio y esperaban conseguirlo allí. Otras, de pelea con su respectivo enamorado, sabían que tenían una oportunidad para recuperarlo mientras el muy descarado se le dormía en el hombro. Pero no siempre salían las cosas como se las planeaba. Por lo general, la madre de la muchacha miraba por una ventana el desarrollo del baile; era una manera de supervisar el comportamiento de su hija y de comprobar si seguía las condiciones que le había impuesto para dejarla asistir al baile de Juanita. Si bailaba con “ese muérgano”, por ejemplo, entraba y se la llevaba de inmediato, sin darle tiempo siquiera para que entregara o recibiera, envuelta en un pañuelito perfumado, una cita para el día siguiente.
¿Cuántos amores comenzaron en los bailes de mi prima? Sinceramente, creo que fueron un poco más de los que allí terminaron, aunque esas desuniones duraban mucho menos que el receso entre un baile y otro. De esta forma, no era raro encontrar a los desengañados nuevamente reconciliados para la próxima reunión bailable.
Todos se divertían en los bailes de mi prima Juanita. Pero muy pocos sabían el sufrimiento ―por lo menos la desesperación o la angustia― que padecía ella cuando temía que las cosas no le iban a salir bien. ¡Cuántas lágrimas derramadas ante los amagos de lluvia a pocas horas de iniciar la fiesta! Entonces había que correr para buscar suficiente ceniza y trazar en el amplio patio una inmensa cruz, que unida a las oraciones que nunca le faltaban a mi tía, casi siempre obraba el milagro.
Las oraciones de la tía eran casi infalibles. Sus santos eran tantos, que resultaba injusto atribuir los milagros a solo uno de ellos. A veces los invocaba por parejas: santos Pedro y Pablo, Cosme y Damián, Walberto y Bertilia… En algunas ocasiones alcanzó a rematar con las once mil Vírgenes. Sin embargo, cuando la lluvia dejaba de ser amenaza para convertir en verdaderos ríos las calles de la ciudad, la histeria de mi prima no tenía límites. ¡Esas sillas vacías a la hora de comenzar el baile, mejor ni mirarlas…!
Pero la prima se las sabía todas: tenía su clientela asegurada. La costumbre era buscar a las parejas en un vehículo y llevarlas de nuevo a sus casas al finalizar el baile. Por esta razón siempre había muchachas disponibles, aunque se produjera un retraso por lluvia o, casos muy frecuentes, por falta de luz. Los hombres, sin embargo, muchas veces demoraban su llegada, pues se dedicaban a “calentarse” en la tienda de la esquina, donde consumían tragos dobles o cervezas en una sola empinada, dizque para conseguir el “temple” necesario antes de entrar al baile. También lo hacían porque generalmente el licor valía menos fuera que dentro de la fiesta.
Era entonces cuando mi tía Isabel entreabría la cortina de dos piezas para indicarle al primo a qué muchacha debía sacar a bailar:
―La del corpiñito azul tiene muchas ganas de bailar, José Manuel. ¡Sácala!
Había que obedecer. Por algo también se era dueño del baile. Pero no bien terminaba una pieza cuando mi primo, siguiendo la dirección que la tía le señalaba con rapidísimos movimientos de los labios, tenía que brindar su mano casi siempre a la menos agraciada, para contrarrestar por anticipado las pocas probabilidades que ella tenía de bailar en toda la noche. Cuando empezaba el baile de verdad, ya el primo las había repasado a todas. ¡Y ninguna de ellas podría afirmar después que no había bailado en la fiesta de Juanita! Entonces comenzaban a llegar los parejos.
Los bailes de la prima se distinguieron porque siempre fueron buenos. Su personal de base eran estudiantes del Liceo Celedón, en su mayor parte, y jovencitas de los colegios de comercio de la ciudad. La música actualizada permitía a las parejas asegurar tandas completas con el mismo acompañante, lo que les facilitaba iniciar un romance, apuntalarlo con palabras almibaradas al oído y dejarlo bastante avanzado cuando el baile terminaba.
No faltaba el parejo que, cuando una canción le gustaba mucho o le permitía bailar muy adosado a su pareja, le hacía una señal al “picotero” para que la repitiera de inmediato. A todas estas, “Choy”, que con una carretilla había ayudado en el transporte del hielo, permanecía dormido en una silla que nadie habría osado disputarle.
A la sombra de esos bailes florecía una paralela actividad complementaria. De esa manera se expendían en el patio las cervezas, las empanadas y otros “fritos” amasados por manos expertas. Se consolidaba así una industria familiar que a veces dejaba mayores ganancias que el baile mismo. Toda esta feria en miniatura terminaba cuando al día siguiente se devolvían formalmente las sillas que las vecinas habían prestado. Para evitar confusiones y acarreos innecesarios, cada silla estaba identificada con una pequeña cinta donde se podía leer el nombre de la propietaria.
Mi prima falleció por causa de la pandemia. Pero aún hoy, algunos veteranos y veteranas, para comprobar si alguna vez se conocieron, enarcan sus cejas con venerables arrugas para preguntarse, con voz temblorosa: “¿Tú no bailabas donde Juanita?”.