Por Arcesio Romero
Juan Luis Cebrián, fundador del diario El País de España, escribió un ensayo para alertar a la ciudadanía sobre las amenazas actuales contra la democracia y la libertad en un mundo que se torna incapaz de gestionar su destino.
Caos. el poder de los Idiotas (Espasa, 2020) resume el conjunto de reflexiones de un ciudadano que añora un futuro mejor para la humanidad. Inspirado por la mediocridad de gran parte de la clase política, Cebrián se pregunta: “¿cómo es posible que tantos países, y tan importantes, estén gobernados por auténticos idiotas?” Y además, aduce que está irregularidad de los sistemas políticos se produce porque las instituciones de la democracia se basan a fin de cuentas en la gestión de la ignorancia. Según el autor, la democracia como sistema no garantiza la solución de los problemas, antes bien constituye uno de ellos, y de los más grandes, pues promueve la igualdad de los ciudadanos en la toma de decisiones, en especial la designación de sus representantes.
Durante el ensayo, el periodista nos muestra como en los tiempos modernos la aspiración platónica a que nos gobiernen los mejores o los más ilustrados está completamente fuera de lugar, permitiendo el acceso al poder de personajes cuya afasia intelectual han impedido que se tomen decisiones beneficiosas para la comunidad que gobiernan. Por otra parte, aborda el problema de la infocracia en la democracia, ya estudiada por Byung-Chul Han (2019), entendida como un régimen basado en la opinión pública, afectada desde todos los ángulos por las distorsiones que producen las redes sociales y la eclosión de las nuevas tecnologías: tertulianos y tuiteros de lo más extravagantes que se convierten en oráculos de la sabiduría, en influencers halagadores del poder sin importar el origen del prestigio del régimen.
Cebrián reflexiona sobre el rol y la responsabilidad del elector, y promueva la idea de que los ciudadanos nunca se equivocan cuando votan. Son los líderes quienes anteponen muchas veces su mezquindad y endiosamiento pueril a la interpretación de los deseos y las aspiraciones de los electores, confundiendo con descaro el interés general con sus particulares ambiciones. Ahí reside el motivo fundamental del desapego que siente el electorado hacia la clase política, incapaz de hacer autocrítica y sustituir a sus demediados dirigentes. Nada de esto sería sin embargo tan grave en la “democracia de los ignorantes” (Daniel Innerarity), si no estuviéramos ante el desafío formidable a nivel global. En ese sentido le preocupa que, precisamente en una época en la que nuestro mundo podría presumir de ser el mejor de todos los hasta ahora conocidos, no tendrá un final feliz si los poderosos de la Tierra, los sagaces y los estúpidos, no son capaces de encontrar respuestas que satisfagan los anhelos de una población superior a los ocho mil millones de almas.
Respuesta que no puede ser dada por los populistas, pues recordemos que la fuerza del populismo no radica tanto en engañar a la como en seducirla al transmitir una versión de las cosas acorde con lo que la misma gente está deseando oír. Esa faceta hace evocar al expresidente mexicano De La Madrid, quien en una manifestación política fue abucheado por un coro de descontentos que le increpaba: “¡No queremos realidades, necesitamos promesas!”.
Juan Luis Cebrián enuncia que los grandes males de las democracias en los países en desarrollo son la corrupción, la endogamia y el alejamiento de las preocupaciones y sueños de los electores, enfermedades que han propiciado el ascenso de los populismos que por lo general tienden hacia formas de un autoritarismo aparentemente benévolo, pero con indiscutibles derivas casi dictatoriales.
Sobre América Latina el autor lanza varias preocupaciones: “El desprecio a los valores democráticos en la región se base en la suposición frecuente, a izquierda y derecha, de que el fin justifica los medios, máxima que representa la negación absoluta de los principios de la sociedad abierta. Amparándose en ella, la corrupción se escuda no pocas veces en el destino de fondos públicos o privados desviaos ilegalmente hacia programas supuestamente valiosos para la comunidad, incluida la ayuda asistencial a los necesitados que el Estado no ampara, pero también a través de la propaganda electoral. Desde el punto de vista moral puede no ser igual de rechazable que alguien incurra en esos procedimientos para su beneficio personal o su medro político que sí cuando lo hace persiguiendo un bien social”.
Para el caso de Colombia, se infiere del ensayo que: “la corrupción y su prima, la violencia, han mancillado el desempeño de una nación que en muchos aspectos es una potencia mundial y cuyas virtudes y éxitos contrastan con la desigualdad social que padecen millones de sus ciudadanos”.
Al final del texto, el autor subraya que el futuro del capitalismo pasa por recuperar sus valores iniciales, anclados no solo en el afán individual de lucro y mejora personal, sino en la necesidad de su regulación, que ya preconizaba el propio Adam Smith: “En los tiempos de la globalización es preciso reinventar la moral del capitalismo”. En esa misma línea de pensamiento, se debe tener presente que el nuevo orden no podrá parecerse al ya periclitado. Tardará en producirse y tendremos que aprender a convivir con lo impredecible. La cooperación le ganará terreno a las jerarquías y el tiempo y las distancias desaparecerán en muchas manifestaciones de nuestras vidas. Pero el futuro nunca está escrito, depende de nosotros, por lo que no podemos dejarnos arrastrar por la depresión ni la fatiga”.