Se nos ha solicitado una columna periodística especial para destacar un aniversario más de Santa Marta, considerada “materna ciudad” en su primer himno; ahora la llamamos “dos veces santa” cuando entonamos ese símbolo de nuestro terruño.
Esta reseña no se referirá a la historia archiconocida de esta comarca; tampoco abordará de manera crítica las causas de su lento desarrollo por la desidia ancestral de sus habitantes y la rapiña desaforada de sus gobernantes. Tiempo habrá para ello. Por ahora, hablemos de cuestiones más entrañables para nosotros, de costumbres que se perdieron, de parajes que desaparecieron; en fin, de la Santa Marta antigua, porque no se cumplen 497 años de un día para otro.
Hace unos años leímos una obra del escritor José Consuegra Higgins y encontramos en sus relatos un verdadero espacio para el descanso y el equilibrio emocional. El doctor Consuegra habla con tal sentimiento de su pueblo natal, que el lector no puede menos que sentirse llevado de la mano a través de los escenarios de la infancia del autor.
Consideramos que cuando ese traslado topográfico se produce por causa de un relato, el narrador tiene que sentirse recompensado. Y llega el momento en el que rememoramos episodios lejanos ya en el tiempo y nos rodea la atmósfera que en aquellos días los envolvía. Casi se siente el olor de los recuerdos, aunque las calles y solares hayan sido tapados por el concreto y por las edificaciones, lo que impide a los niños de hoy levantar el polvo con los pies descalzos o cazar pequeños reptiles entre abrojos y verdolagas. En esos tiempos, se nos olvidaba por momentos el “mandado” que nos habían encargado y de esa manera dábamos motivo para el regaño o el castigo en el hogar.
Ya no se habla de “mandados” sino de “diligencias”, cuando todos sabemos que son la misma cosa. Para muchos niños era un verdadero tormento buscar de tienda en tienda lo que le habían encomendado; otros, menos retobados, acudían a sus ruedas o aros para echarlos a rodar y correr a su lado, como si en realidad se tratase de un vehículo. Juraban que no sentían la distancia y disfrutaban del trayecto de ida y vuelta. En ocasiones pedían prestada una rueda –preferiblemente de hierro, porque eran “más rápidas”– y en pocos minutos estaba cumplida la misión.
Los personajes de la infancia nos asaltan cuando recorremos los territorios que transitábamos por obligación o por puro gusto. Se le dice al amigo: “Este era el camino viejo de Mamatoco. La arena era gruesa y por aquí corría una acequia; a cada lado había hortalizas…”. Casi siempre el acompañante de turno –que ha llegado a la ciudad hace apenas cuarenta años– duda de la veracidad de lo que escucha. Mucho menos puede creer que el tren paralizaba la ciudad cuando se detenía durante horas con sus decenas de vagones cargados de bananos –para nosotros, guineos’–. Entonces los automóviles y camiones quedaban inmovilizados a uno y otro lado de la vía, mientras los peatones pasaban por debajo de los vagones o por encima del mecanismo de enganche de los mismos.
Los recuerdos permiten vivir de nuevo. Sin embargo, para hablar de la Santa Marta de esos años se necesita disponer de mucho tiempo; el suficiente para detenerse en sitios claves y describir lo que antes allí había. Y recordar a personajes que nunca se propusieron convertirse en símbolos de la ciudad de antaño, pero consiguieron erigirse como puntos de referencia de una época determinada. Nos viene a la memoria la opinión de una ilustre dama samaria, reconocida gestora cultural, quien textualmente nos dijo: “En una ocasión tuve que rechazar un proyecto sobre Santa Marta y sus tradiciones porque consideré que un trabajo de esa clase no puede dejar de mencionar a Manuelito Corvacho”. Tenía razón. Manuelito Corvacho era un señor bastante moreno, bajo de estatura; su particularidad consistía en pregonar con una bocina los bandos de la alcaldía y los programas de los cines de la ciudad. Parado en una esquina, anunciaba lo que se le encargaba. Siempre iniciaba y concluía su pregón con una frase imperativa: “¡Óigase bien!”.
Sí, señores: Santa Marta era distinta. ¡Claro que lo era! Tanto ha cambiado nuestra ciudad que podríamos escribir un libro sobre costumbres desaparecidas hoy día y dejaríamos numerosos temas por fuera. El recuerdo de los cines, por ejemplo, sería suficiente para narrar anécdotas alrededor de estos espacios de esparcimiento popular. Y no sería obligación hablar siempre de actores y actrices que se volvieron familiares a nuestros ojos en la pantalla grande, pues al margen de esos protagonistas derivaron el sustento diario muchas personas anónimas, marginadas del éxito que brindaba el cine y que nunca fueron elogiadas por su modesta labor.
Es el caso de los señores encargados de escribir con agua y polvillo de color la programación diaria de los cines de la ciudad. En “La Morita”, para citar solo un caso, la gente se deleitaba en la contemplación y admiración del trabajo de un señor que comenzaba los carteles siempre de la misma forma: en las esquinas superiores escribía, con mayúsculas, la palabra Hoy; entre una y otra consignaba Cine La Morita. Un equipo de niños y jóvenes se encargaba de recostar esos avisos en postes e hidrantes de la ciudad, actividad recompensada con la entrada gratis al espectáculo de esa noche.
Pero cada cine tenía sus propios personajes claves. En el ‘Cine Variedades’ reinaba un señor de apellido Mercado. Se encargaba de la portería del cine por la calle 11 (Cangrejal) y puede afirmarse que “conocía a todo el mundo”. Muchos amantes del séptimo arte aparecían por ese local alrededor de las diez de la noche con el deseo de entrar a la segunda película de la función “nocturna”. No les interesaba la “vespertina”. Para lograr su propósito compraban una arepa asada, con abundante queso, que vendían en la calle, frente a la entrada del cine. De esa manera pretendían engañar al señor Mercado haciéndole creer que habían salido en el intermedio, cuando en verdad acababan de llegar desde sus respectivas casas. Pero el portero conocía a todo el mundo y con energía espetaba: “¡Tú no estabas adentro!”, y procedía a bloquear la entrada al avivato de turno. Cuando se trataba de un niño, el señor Mercado le decía lo mismo, pero además lo tomaba por una oreja y lo ponía de patitas en el andén. A veces agregaba: “¡Se lo voy a decir a tu papá!”.
En otro cine de la ciudad el portero era un conocido boxeador profesional. Allí no había intento de fraude al pasar por el control. Pero los porteros no estaban exentos de sufrir las agresiones y embates del público cuando los más osados decidían entrar a la brava a su espectáculo preferido. A veces lanzaban “paracos” (avisperos o casas de avispas, hay que aclarar en estos tiempos de motosierras) contra los porteros y aprovechaban la confusión para entrar a la sala de cine sin pagar la boleta.
Cada cine tenía sus propias características, pero en todos siempre fueron comunes los gritos destemplados de los espectadores contra los administradores y el encargado del proyector cuando la cinta se reventaba y aparecían unos números al revés. En seguida se precipitaba la palabra FIN, cuando la película era en español, y comenzaba la destrucción de la silletería. Por fuerza de la costumbre aprendimos que con las palabras “The end” terminaban las películas narradas en inglés. Son épocas que pasaron al olvido, porque ahora Santa Marta es distinta… y se acerca a su quinto centenario.