“Que la muerte nos sorprenda sedientos todavía, ejerciendo la alegría de crear. Que nos apague cuando aún estamos encendidos”: Borges.
Nimbado por la fama y el prestigio bien ganados, a punta de pincel y cincel, después de sus inicios como caricaturista de El Colombiano de Medellín, el maestro de maestros del arte contemporáneo, orgullo de los colombianos, Fernando Botero Angulo (Medellín, 19 de abril de 1932 – Mónaco, 15 de septiembre de 2023), pintor, escultor, dibujante y muralista, a quien los conocedores de arte sitúan a la altura del genio del Renacimiento, Miguel Ángel Buonarroti, acaba de hacer el tránsito hacia su inmortalidad.
Su alternativa fue el arte y no la tauromaquia, que fue su primera tentación como vocación frustrada, la que satisfizo con la pintura. Como él mismo lo dijo: “fue mi amor puro por los toros lo que me llevó a pintarlos”. Y no solo por eso, es que a su juicio “los toros hacen la vida fácil al pintor porque es una actividad que ya de por sí tiene mucho color. El traje de luces del matador, la arena, la barrera, el público… Es un tema maravilloso, le da poesía a la pintura”. De allí sus óleos y acuarelas alusivos al arte de lidiar toros.
En su camino hacia el pináculo de su grandeza y la inmortalidad tuvo como contertulios a dos grandes de las letras, que fueron para él fuente de inspiración, León de Greiff y Jorge Zalamea, con quienes frecuentaba el famoso Café Automático en la entonces gélida Santafé de Bogotá. Allí se la pasaban horas y horas compartiendo y departiendo alrededor de la palabra, que Botero posteriormente plasmaría en sus lienzos. Original e inconfundible en su estilo, impuso el volumen y voluptuosidad en la silueta de sus icónicas obras como su impronta inimitable, primando el arte figurativo, alegórico y su vocación retratista en su obra.
Como afirmó el gran escritor mexicano y su amigo de todas las horas, Carlos Fuentes, a quien la Academia sueca le quedó debiendo el Premio Nobel de Literatura, “Botero adapta el volumen sin perspectivas, sin necesidad de sombras (como nuestra pin-up de la revista Esquire) a fin de revelar su propia, personalísima, exaltación de alma receptiva”, hasta el paroxismo.
Lo describe muy bien María Paz Gaviria Muñoz, historiadora del Arte de la Universidad de Columbia y directora de artBO, en su retrato hablado del maestro: “El trabajo de Botero siempre ha sido conmovedor, esa representación de lo irrisorio de la vida humana, que no se queda en la ironía, sino que también nos conmueve, su expresión barroca que nos permite oscilar entre emociones profundas y otras más simples, su representación de la belleza a través de la violencia y de la violencia a través de la belleza, esto sin duda es lo que lo hace más grande”. Tal cual.
Esta es otra arista de su singularidad, que se destaca entre sus excelsas virtudes, su versatilidad, que le permitieron, como lo afirma Camilo Castaño, curador del Museo de Antioquia, tan caro a los afectos del maestro, no pintar “solo los aspectos más amables de la vida, sino también lo poco agradable, que también es muestra de arte, que también habla de colombianidad”.
Con su talante, su arrolladora y cautivante personalidad, así como su modo de ser y proceder, le granjearon el cariño, el afecto y la admiración no solo de los colombianos, sino allende nuestras fronteras. Botero fue en el arte lo que Gabo para las letras, dos vidas paralelas y universales al mismo tiempo, coetáneos, dos figuras descollantes, encumbrados en la cima de la cultura y el arte de nuestro tiempo. Si existiera un Nobel para las artes plásticas, él se habría hecho merecedor al mismo.
Él mismo se definió como “un trabajador incansable y lo hago por placer, es un pequeño éxtasis que uno siente durante horas, dedicándose a la profesión más bella del mundo”. Su obra lo trasciende, con razón sentenció que “el arte no puede desaparecer”, se perpetúa en el tiempo y en el espacio. Ese es su gran legado.
¡Gloria eterna para el maestro Fernando Botero!