Soy guajira y hace seis meses vivo en Madrid, España. Vivir en esta maravillosa ciudad me ha permitido contrastar la realidad de mi país con la de uno desarrollado; me ha hecho reflexionar en como esa última palabra (desarrollo) marca toda la diferencia en la calidad de vida de las personas, sus miedos, aspiraciones y oportunidades.
Podría hablar extensamente del sinnúmero de conclusiones a las que he llegado y que me han hecho soñar con una Colombia mejor, pero hoy quiero especialmente compartir un tema que me hala como un imán y que me genera todo un conflicto interno: el feminismo. Un movimiento que empodera a las mujeres para ser y hacer todo cuanto deseen, haciendo uso pleno de su libertad y en condiciones de igualdad con el género masculino.
Comprender lo anterior resulta complejo e incluso contradictorio, cuando se ha vivido toda la vida en una cultura machista que establece convenciones que promueven la libertad del hombre pero que condicionan y castigan moralmente la de la mujer.
El pasado 8 de marzo fue un día especial, Día Internacional de la Mujer en muchos países. En Madrid, no hubo flores ni chocolates, no hubo mensajes y celebraciones resaltando la bondad y demás virtudes de la mujer. A cambio, hubo huelga, hubo mensajes de reivindicación, hubo una marcha de casi 400.000 personas que pedían pacíficamente más derechos políticos y civiles, igualdad salarial, trato digno, liberación doméstica y no más violencia contra el género femenino. ¡Fue espectacular!
Marché y aunque aún no me atribuyo con vehemencia el rótulo de feminista porque para mí, sigue siendo un proceso de desconstrucción de convenciones, de aprendizaje y cuestionamiento; entendí con mucha más claridad la razón por la cual se conmemora este día. Observé detalladamente el comportamiento y pancartas que, con determinación, sostenían las españolas y comprendí que eran mujeres que decididamente pedían más a una sociedad que durante siglos, ha reprimido al género; eran mujeres que exigían que su sexo no fuera visto como una desventaja social.
Ratifiqué que lo que hoy parecen derechos plenamente asumidos, en el pasado eran conceptos radicales, eran derechos exclusivos de los hombres; que es por la lucha en contra de la discriminación de género que, durante años, las mujeres se han levantado para ganar terreno en todas las esferas sociales. Entendí que no puedo dar por sentado todos los privilegios de los que hoy gozo; que hace un siglo, las mujeres no votaban, no eran profesionales ni trabajadoras, no tenían derecho a la propiedad privada, ni mucho menos derecho a una cuenta bancaria, entre muchas limitaciones más.
Pese a los grandes logros, hoy la lucha feminista continúa. Y a pesar de los diferentes enfoques que tiene el movimiento y de las confusiones que pueda generar el concepto, la esencia no puede ser ajena a hombres y mujeres. La libertad y la igualdad son necesarias, no solo para reivindicar la paridad entre los géneros sino también para generar un cambio social que promueva la tolerancia, el respeto y la unidad.
Yo tuve una formación liberal. Creo que tener derechos, ejercerlos, tener independencia económica y poder decidir autónomamente, no son una novedad para mí, de hecho, es mi papá quién más me motiva a superarme y a salir adelante. Sin embargo, no puedo negar el matiz machista que tiene mi cultura y es justo ahí donde se hace necesario un cambio de percepción en el papel de la mujer.
Por todo esto, mi mensaje es que se replanteen los preceptos establecidos por el machismo y que solo limitan el rol de la mujer en la sociedad. Que se entienda que la compañía de un hombre no debe ser nuestra realización y que es necesario reconfigurar la concepción del amor. Que podemos al igual que un hombre dirigir, liderar y participar profesionalmente en la sociedad. Que podemos tener hijos sin que la responsabilidad de criarlos recaiga exclusivamente sobre nosotras. Que podemos vestirnos y comportarnos tal y como queramos sin temor a ser juzgadas o cosificadas. Que podamos ser íntegramente mujeres sin que eso sea visto como desventaja.