“Hay cosas bellas que nunca se olvidan y que solo con la muerte se pueden acabar, como la herencia que le puede dar el padre a un hijo pa’toda la vida, no es una herencia material a la que me refiero yo…”.
El aparte transcrito preliminarmente corresponde a la canción titulada ‘La herencia’ de la autoría de Emiliano Zuleta Díaz que fue incluida por él y su hermano en el LP titulado ‘Mi canto sentimental’ que salió en el mes de junio de 1973, un sentido homenaje de gratitud a su padre por la herencia musical y por tenerlos estudiando.
Esa obra musical vino a mi mente al recordar a mi papá, mi primer maestro, aquel que con paciencia infinita me pudo enseñar las fases de la luna, a mirar la hora en el reloj y a colgar mi hamaca después de más de incontables intentos y caídas.
Nos encontrábamos el 29 de agosto reciente pasado en la Santa Eucaristía por el eterno descanso de Evaristo, mi padre, presidida por Evarístico, nuestro hermano de los Menores Capuchinos, mientras él realizaba los rituales y lecturas pertinentes, un caudal de recuerdos imperecederos vinieron a mi mente muy especialmente de aquellos tiempos cuando él realizaba campañas políticas, las que asumía con energía y entusiasmo y permitían su lucimiento como hombre de palabra y de oratoria vibrante y convincente.
Mucha falta hace mi padre en estos tiempos cuando vemos naufragar a nuestra tierra en el mar de la inversión de valores, cuando así como están de moda la leche sin lactosa, la cerveza sin alcohol, las canciones sin letras, del mismo modo se impone la política sin políticos, porque han sido sustituidos por negociantes confesos que mienten, que no sirven a su gente sino que se aprovechan de su ignorancia, todo lejos de lo que hacía mi padre, se desvivía por su gente, daba la mano, consejos y orientaciones a quienes lo necesitaban sin esperar contraprestaciones, sus ideas, sus propuestas las hacía durante las campañas electorales en la plaza pública; no hacía negociaciones a escondidas de sus eventuales electores al calor de finos licores, sino que empeñaba su palabra ante ellos.
Lo que hoy se vive produce tristeza, estamos en un momento oscuro, la sociedad estupefacta, resignada e impotente ante el poder del dinero de inescrutable procedencia asiste a su propio funeral, en la Santa misa cuando mi hermano hizo la lectura del evangelio del día, recordaba lo que sucedió con Juan el Bautista que fue degollado y su cabeza entregada en bandeja por Herodes en un plato a su pretendida para complacer el odio de una mujer. Igual como sucede hoy cuando la cabeza de los funcionarios honestos que cumplen con su deber la negocian y la entregan para satisfacer los caprichos de los mercenarios que en cada elección aparecen con nuevos mecenas a quienes nadie conoce para proclamarlos como jefes de gente que tampoco los conoce. Qué vergüenza, cuanta indignidad.
Cuando mi padre y sus laterales ejercían su derecho de elegir y de ser elegidos, de postular candidatos y de pedir el voto para ellos convencían al electorado predicando con el ejemplo y escogían en convenciones y concentraciones al eventual elegido, no los imponían ni los sacaban de la manga, candidatizaban a los más honestos, a los más capaces, a los más preparados; a hombres y mujeres que visitaban a su gente todo el tiempo y no como ahora en vísperas de elecciones.
Los mayores eran consultados y su opinión muy importante, ahora no, se impone la mala costumbre de lanzar como eventuales elegidos al más preparado…para firmar lo que le pongan, a alguien “que haga caso” es decir que le cumpla órdenes a los mecenas que desde la oscuridad tiran la piedra y esconden la mano.
Nada es ni volverá a ser como aquella época cuando los políticos exhibían las credenciales para visitar a los presidentes, ministros y secretarios de Despacho para gestionar obras de beneficio común, ahora las usan para chapear, humillar y pedir cosas para su beneficio personal. Los partidos han sido reemplazados por dispensadores de franquicias a las que ahora llaman “avales” los que no se reparten por méritos sino por conveniencia; se impone el oportunismo, la ambición, la falta de decoro, las negociaciones subrepticias, y muchos no entienden ni asumen las entidades estatales como medios para hacer efectivos los fines esenciales del Estado sino como un botín que habrá de repartirse mientras los niños, las mujeres cabeza de familia, los viejitos y nuestros hermanos wayuú mueren por física hambre. Esa vaina no puede tener perdón de Dios, y en el caso específico del sector indígena resulta evidentemente más doloroso porque hay personajes que en lugar de orientar a sus comunidades para que no les violen sus derechos se dedican a usarlas y a confundir a la institucionalidad invocando piedad por los niños mientras maquinan para sacar provecho con macabros negocios.
Quisiera ser optimista respecto del porvenir, pero la primacía de la cruda realidad no me lo permite, el derecho de meterse clavijas es constitucionalmente fundamental, pero prefiero ser realista, hoy La Guajira parece un corcho en medio de un remolino, todo mundo dice que la quiere, pero hacemos todo para destruirla; todos son buenos, pero después de elegidos cambian, no se vuelven a acordar de la gente, toman distancia de los amigos y se dedican a pagarle a los músicos para que los mencionen en sus grabaciones; para que sus conciudadanos queden notificados que ya son ricos y “No necesitan de nadie”. Después cuando tienen la soga en el pescuezo regresan a dar explicaciones que ya a nadie le interesa escuchar, gente mala así disfrazadas de políticos las hay en todos los grupos y partidos, de derecha, de centro y de izquierda, esa ingratitud aquí en la tierra no se perdona, que los perdone Dios.
Nuestra región está condenada a la miseria, al atraso, a la estigmatización, y al escarnio nacional mientras siga en manos de los mentirosos y mentirosas, los mesías, los mercaderes y los mercenarios.
Mi padre debe estar estremecido y triste con tanta indignidad y tantas razones para el desencanto ante el espectáculo deplorable de un pueblo anestesiado que aplaude a sus verdugos. Pero a todo puerco le llega su San Martin; mi padre decía que mientras más oscura la noche, más cerca está el amanecer.