Esa música, la corriente mansa de la creciente, que apenas, tímida y trémula, estupefacta, gateaba en la comarca campesina, solo esperaba un don, una merced, un obsequio de la naturaleza, una voz, para regalarle su nobleza y el corazón.
Y el día que llegó el cantor esperado, exultante y melódica, nuestra música de culata, patios y montes se le entregó al Jilguero diciéndole: “Desde el día en que llegaste, que te conocí; te brinde mi nobleza, te di el corazón…”.
Y el naciente cantor, llave infalible que abriría esa ávida y suplicante cerradura de candado de potrero que era nuestra música, elemental y campesina, le contestó: “Que quieres de mí, te entrego mi amor, te regalo mi canto, mis risas y mis alegrías, te regalo mis triunfos, mi alma y la vida mía…”.
Jorge Oñate fue el primer “gran” cantor de música vallenata con acordeón. Antes de él, eran los propios pueblerinos y míticos juglarescos carriceros, coliteros, violineros y acordeoneros los que cantaban de pueblo en pueblo. Otros lo hacían con guitarra como el gran Alberto Fernández, pero la figura del cantante de pueblo, no músico, cantante artista, no existía ni en esas mencionadas músicas y danzas más viejas, y tampoco en los conjuntos de vallenato.
De pronto, se derritió el óxido y el olor de corral; se abrió la cerradura y estalló en el acetato, en las parrandas, en los grandes eventos regionales y nacionales, en el mercado, y sobre todo, en el alma del pueblo que lo vio nacer y más allá, esta voz que, hablando matemáticamente, en el vallenato es la más perfecta.
Y, con humildad y evocando a Yeyo Núñez, nos dijo a todos: “aunque soy como soy, yo no voy a cambiar, el precio de la fama me ausenta de ti, aunque tengo de todo, vida por doquier, me acuerdo del ayer, cuando no tenía nada”.
Jorge, cual cóndor andino, cogió esa corriente mansa: poesía elemental escondida en matojos, literatura romántica española furtiva adherida a las breñas de La Nevada, del Cerro Pintao, de los Montes de María, del Guatapurí, del Cesar, del Ranchería y del Sinú, prosa vernácula y cristalina de campesinos parranderos, pureza de nuestra lengua castellana engastada en filones montaraces, costumbres, idilios, sensualidad, sentimientos, elegías, amistades, y la elevó a las altas alturas, poniendo a nuestra música, a nuestra región y a nuestra cultura Caribe cerquita del cielo, donde ahora mismo debe ir llegando a encontrase con los demás y a esperarnos a nosotros.