Muchos que pertenecemos a la generación de la bola de tamarindo y, por ende, peinamos canas si pelos nos quedan en la cabeza, pasamos por el calvario de los requerimientos de las EPS para trámites ante ellas mismas, como el pago de incapacidades, recibir los medicamentos que requerimos por los achaques frecuentes por estas calendas, reclamo por reclasificación dentro de las diversas categorías de riesgo por el oficio que desempeñamos, etc. Todo por culpa de las llamadas aplicaciones o APP, engendros de Satanás para atormentar a los de la vieja guardia.
Sería interesante saber cuántos de la tercera edad se amoldan a esta nueva realidad postpandemia, como se ha llamado eufemísticamente la destrucción del tejido social por el Covid-19. Deberíamos descansar en la santa paz de nuestros juegos de asiento a los que no lleva la gravedad. Peor todavía, si no fuese por la “tutela de las canas” impetrada por unos viejitos chéveres de Bogotá, a los mayores nos tendrían recluidos en nuestras viviendas como los muebles finos, admirados y costosos, pero arrumados, sin uso alguno.
En este orden, téngase de la brocha quien quiera hacer uso de las líneas fijas o de celular dispuestas por las EPS, IPS o ARL para, según ellos, facilitarles la vida a los usuarios. A estas empresas lo único que terminamos agradeciéndole con esas vías de tortura es conocer cómo será la comunicación con nuestros seres queridos una vez hayamos traspasado el umbral del más allá. Busque silla en la que esperar el trámite telefónico de “usted se ha comunicado con la EPS tal (o cualquier otra empresa), si sabe con quién quiere hablar llámelo a su extensión, …” y así, ad infinitum hasta la exasperación. Al final lo devuelven al punto de inicio y la cosa sigue sin resolverse.
Nunca he sido un avezado en asuntos de electrónica doméstica. Bien entrados los computadores fue cuando adquirí cierta destreza que me permitió usarlos con autonomía, porque durante años no me atreví a tanto si alguno de mis hijos no se hallaba en casa.
Dentro de muchas anécdotas, rescato aquella en que tarde en la noche se borró en su totalidad un manual que escribía para entregarlo al siguiente día. Acudí al consejo de un sobrino experto en ánimas electrónicas y me sentenció: “Tío, nada hay por hacer, usted usó sin quererlo una combinación de teclas que solo se emplean cuando se quiere borrar definitivamente un texto”. Maldije el linaje de Bill Gate. Imagínense la desesperación primero y luego la resignación.
¡Ah, pero eso sí, antes de reemprender la tarea le arranqué al computador una de las teclas implicadas para que eso no pudiera darse otra vez! Esa misma desesperación la he sentido ahora cuando me resulta imposible obtener la información o cumplir con los requisitos que las EPS imponen y no es posible cumplirlas.