Nuestra democracia demostró que sí funciona, aún con sus paradojas. Esa que muchas veces en el pasado el mismo ahora electo presidente había catalogado como “Democracia dominada por las mafias”, es la misma que generosamente le ha permitido a Gustavo Petro llegar a ser Jefe de Estado, Jefe de Gobierno y Suprema Autoridad Administrativa, al ser elegido Presidente de la República. Y lo logra en un gobierno que también solía calificar de “ilegítimo” y “corrupto”.
Luego de declarada oficialmente su elección, ha habido un ambiente de relativa y expectante calma política y social, lo que muchos consideramos positivo para un país que quedó aún más polarizado. Ya como presidente electo, Petro, con el propósito de calmar el alto nivel de incertidumbre que habían comenzado a impactar negativamente los mercados financieros, al sector empresarial y al 50% de los colombianos, lanzó su propuesta de un gran Acuerdo Nacional, a través del diálogo con todas las fuerzas políticas, sociales y empresariales del país, en búsqueda del apoyo y de las mayorías legislativas que le permitan lograr la aprobación de los proyectos de ley, que incluyen sus reformas y promesas de campaña, que aspira implementar como parte de su pretendido gobierno de cambio.
Aunque ese ahora promocionado Acuerdo Nacional no se visualizaba como un hecho posible de lograr, sí ha sorprendido la rapidez con la que los congresistas electos de partidos tradicionales y sus líderes respondieron favorablemente a la invitación de Petro, incluyendo el sector del CD liderado por el expresidente Uribe. Fue tan rápida la respuesta de estos parlamentarios, que en el Partido Conservador ha llevado a sus directores a anunciar sus posibles renuncias, por considerar que ese comportamiento no era coherente con sus directrices políticas coyunturales.
Aflora entonces, otra paradoja: un probable escenario político en el cual el nuevo gobierno, presidido por quien hizo su carrera política haciendo fuerte oposición, solo tendría una débil; hasta ahora lo que tendría sería una aplanadora en el Congreso de la República, lo que está originando serios cuestionamientos sobre la integridad de los congresistas electos de los partidos tradicionales, pues casi todos se están subiendo al bus de la victoria. Para asegurar la continuidad de su gobernabilidad, el Gobierno tendría que darles participación y espacios, lo que implicará compartir con quienes fueron rechazados en las elecciones presidenciales, sin que los electores de Petro se sientan traicionados. En ese contexto, ¿podríamos ser optimistas sobre la gestión que realizarán los congresistas de los partidos tradicionales para proteger a una población que no es rica, pero que ha trabajado toda su vida, como los pensionados para evitar que sean golpeados por unas reformas que les reduzcan sus ingresos y le aumenten los impuestos?
Lo positivo del posible Acuerdo Nacional es que el nuevo presidente tendrá que moderar sus propuestas originales, como en efecto ya ha comenzado a hacerlo con el tema del petróleo y el carbón. Los otros temas robustos que deberían ser clave para lograr y mantener un acuerdo razonable son, entre otros, la reforma tributaria, el manejo del Banco de la República, la agenda social, las pensiones y la salud, la reforma de la Policía, la propiedad privada -incluidas las tierras- y los acuerdos de paz. En ese contexto el presidente Petro podría dirigir su gobierno sin violentas confrontaciones políticas y sociales, y paralelamente enfocarse en avanzar en los procesos de paz y en reducir la pobreza y la desigualdad.
Los retos son enormes para el nuevo gobierno y para nuestra democracia. Por el bien de nuestra patria, esperamos que los resultados finales justifiquen este movimiento político pendular hacia la izquierda.