Las librerías que realmente merecen ese nombre destinan una sección a la exhibición y venta de libros que en su momento no fueron adquiridos por el público. Generalmente, se trata de estantes alejados de la vista de los visitantes, con lo cual adquieren una categoría comparable a la de los desplazados que, no por ese hecho, son inservibles. Sin embargo, entre esos libros relegados al olvido, muchas veces encontramos verdaderas joyas literarias, cuando no compendios de instrucciones o recomendaciones para hacer mejor las cosas.
Hay personas dedicadas exclusivamente a la venta de libros viejos. Los más conocidos en el mundo occidental son los expendedores de textos raros y antiguos, establecidos en las orillas del río Sena, en París, muy cerca del Barrio Latino. Se los conoce como los ‘bouquinistes’, porque en francés ‘bouquin’ significa libro viejo. Allí, en sus quioscos, venden su mercancía a intelectuales verdaderos y aún a los de nuevo cuño.
En algunas librerías importantes del país hemos encontrado secciones apartadas donde reposan obras que no han perdido mérito, a pesar del tiempo.
En esos casos, no es relevante buscar la fecha de su edición; mucho menos importa hasta dónde ha descendido su precio con el correr de los años; solo interesa el contenido. De esa manera compramos una vez, por pocos pesos, un libro excelente: ‘El Mediterráneo es un mar joven’, del escritor colombiano Eduardo Mendoza Varela. Mediante su lectura nos dejamos llevar por los escarpados senderos de las islas Córcega y Cerdeña, por Grecia con sus históricos monumentos y, en fin, por los territorios bañados por el Mediterráneo.
El comprador de libros viejos puede pasar horas enteras delante de un estante antes de pagar por su adquisición. Se podría pensar que medita sobre el costo de una obra; sin embargo, eso es lo de menos, pues estos ejemplares, sin excepción, muestran una serie de precios tachados, siempre en descenso, hasta terminar con el que en ese momento debe pagar el cliente. Lo que en realidad evalúa el comprador es el contenido del libro, para lo cual revisa el índice en busca de temas de interés.
Una vez, mientras buscaba algún libro que se acomodara a la precariedad de mi bolsillo de estudiante provinciano, encontré una joya en una librería en el centro de Bogotá. El tomo estaba en el piso del establecimiento, tirado junto a otros ejemplares que parecían destinados a la basura.
Las hojas estaban pegadas debido a la humedad del recinto. Lo único reciente en dicho libro era el precio, escrito debajo de otras cifras previamente tachadas. Era de historia. En cada página comparaba hechos ocurridos en Colombia con eventos que simultáneamente tuvieron ocurrencia en el mundo. Sobra decir que el mencionado texto desapareció en manos de mis colegas de ciencias sociales cuando comencé a laborar como docente.
En cierta ocasión, en una librería de Santa Marta encontré uno de esos libros que debieron merecer mejor suerte cuando fueron expuestos por primera vez. Se trata de ‘Los buscadores de oro’, de Augusto Monterroso. En esta obra el narrador guatemalteco describe escenas de su vida, desde la infancia, sin omitir detalles que los lectores quisieran conocer. La prosa de Monterroso es de lo más castizo que se pueda desear. Sin embargo, en nuestra ciudad no se conoce suficientemente a este narrador centroamericano.
Tal vez por eso no se vendió aquí el libro ‘Los buscadores de oro’. Monterroso es autor del que se considera el cuento más corto, compuesto por solo siete palabras; todo el texto dice así: ‘Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí’. (No faltará quien prefiera decir: “Cuando despertó el dinosaurio, todavía estaba allí”).
En los cementerios de libros viejos reposan los esfuerzos literarios de muchos autores que con entusiasmo y desprendimiento sembraron un grano de cultura. Por eso, buscar, comprar y leer libros marginados por los libreros en la trastienda de sus negocios es, sin lugar a dudas, una actividad gratificante para las personas que la disfrutan.
Para ellos, el tiempo no transcurre; ni el tiempo que dura la contemplación y revisión de temas ni el tiempo que los autores inmovilizaron en sus obras mediante la impresión escrita. ¡De cuánta información se pierde quien no es capaz de ojear y hojear un libro que no por permanecer en el exilio deja de ser interesante!