El atildado doctor de Manaure, José Antonio Socarrás, ante la inminencia incontestable de la muerte de ‘El Vejé’, con fatal y casi eutanásico humanismo, ejecutó el último acto médico de la lex artis en medicina, ad hoc para ese caso terminal, a manera de consolante extremaunción, pronunciando esta cita de desahucio de su eminente profesor de clínica general, Juvenal Urbino de la Calle:
“Cada quien es dueño de su propia muerte, y lo único que podemos hacer, llegada la hora, es ayudarlo a morir sin miedo ni dolor”.
El siguiente acto del doctor de Manaure, José Antonio Socarrás, no fue propiamente otro acto médico, sino más bien un acto forense, y fue pasarse su mano sin vendaje, la derecha, enfilada en forma de guillotina sobre el filo de su manzana de Adán, y los dedos índice y medio de la otra, la vendada, la izquierda, sobre el ausente pulso carotideo de ‘El Vejé’, y lanzar la expresión:
—¡Es un caso perdido, no va más!
La muerte natural lo fue apagando poco a poco, hasta que un día le dio el zarpazo final. Se quedó dormido y no despertó más nunca. La diabetes recrudecida se lo llevó. Un coma hiperosmolar cetoacidótico irreversible le dio la estocada final. El potasio lo tenía por el subsuelo, la glucosa más allá de las nubes del Cerro Pintao, y su corazón, enloquecido por la sevicia de una arritmia, enmudeció para siempre.
Fue un día de Corpus Christi, en su casa, en paz con todo el mundo, con los suyos, con su única familia en este mundo: los Salas – Zuleta.
El último cóndor del Cerro Pintao murió en gracia de Dios, con su inocencia intacta. Nunca conoció la cóndor legendaria que tanto imaginó y con la que tanto soñó.
El doctor de Manaure, José Antonio Socarrás, esclarecido también en prácticas mortuorias, del mismo modo que su maestro, el doctor Juvenal Urbino le había enseñado, ejecutó otro nítido y absoluto acto forense:
“Agarró la manta con las yemas de los dedos índice y el pulgar, como si fuera una flor, y descubrió el cadáver palmo a palmo con una parsimonia sacramental”.
De esta meticulosa forma destapó el gesto de un cuerpo sin alma, avejentado, pálido, tieso, torcido y frío, y entonces exclamó:
—¡Terminó la agonía!
Y de una forma más criolla:
— Y como le dijo Juancho Polo a su Alicia adorada: donde quiera que uno muere, ¡ay hombe!, toda la tierra es bendita.
La manta para el frío fue su mortaja. Su cuerpo fue enterrado cristianamente, pero sin alas, bajo la fronda silenciosa del inmenso higuerón que hacía añares había sembrado su abuela, Santa Salas.
El doctor de Manaure, José Antonio Socarrás, de los Socarrás de Villanueva, era un visionario profeta de la investigación científica que, lejos de tener pactos con el Ángel Malo ni con los científicos malignos que acoplaron sus alas sobre los dos muñones de tananeo sembrados en su espalda, era un verdadero científico teórico, terrenal de carne y hueso.