Pueden imaginar ustedes que un día cualquiera Riohacha, Maicao o San Juan amanecieran de supitaña amenazados por una endemia que les imposibilitara recordar y cuyo rasgo más crítico sea la desaparición paulatina de la memoria de elementos como las flores, las cucharas, los abanicos y en su estado más avanzado ir perdiendo en el olvido partes del cuerpo como las manos, los pies, las orejas, además como consecuencia de ello, la respuesta institucional sea vigilar que ningún ser que haya resultado con inmunidad a los síntomas pueda seguir viviendo en comunidad.
Este tipo de imaginario distópico y fantástico de corte Orwelliano ha sido creado en una novela que lleva el título de esta columna – lectura del mes en el club de lectura Clan iisho-, y de autoría de la japonesa Yoko Ogawa, escenificada en una isla cualquiera del archipiélago de su territorio de origen. A nosotros nos sucede sin necesidad de que algún autor lo narre como distopia, con el tiempo hemos ido olvidando la urbanidad, que el agua puede y debe ser potable y permanente, que descendemos de un sincretismo en el que se juntaron el negro, el indio, el blanco y hasta el árabe, que hubo un tiempo en el que la palabra sellaba compromisos, que el agua del Riíto alguna vez fue cristalina y surtía el acueducto de Riohacha, que Maicao se fundó y pobló como puerto seco por su cercanía con Maracaibo y los puertos de la Alta y muchas otras realidades que perviven en nuestro ADN histórico y social, arraigadas a un íntimo atavismo.
Dirá esta generación que por lo menos ella cuenta con la IA, que en sus dedos deambula el conocimiento, solo falta digitar y googlear y todo aparece en la pantalla. Hace unos días compartí con unos compañeros contemporáneos un candado que se comercializaba hace alrededor de 4 décadas, utilizado para bloquear el disco de los teléfonos, hoy antiguos. Era la manera con que los padres de la época salvaguardaban su economía, castigaban y restringían la comunicación abierta y amplia; en aquellos tiempos en los que no había redes sociales ni el ensimismamiento de hoy, en el que el único diálogo es replicar contenidos y memes en comunidades virtuales que miran en silencio, pero que no leen.
Esta endemia nuestra promete amputar el discernimiento, conducirnos a creer que el mundo es angosto y ajeno y que estamos condenados a cien años de soledad, mutismo e insomnio como la estirpe de los Buendía. En la narración de Ogawa un día desaparece la novela y todos los ciudadanos de manera imperiosa se ven obligados a eliminar todo vestigio escrito. Se organizan fogatas públicas y se cumple la orden de echar a la hoguera todos los libros, cuyo rito final es, la quema de la biblioteca. Como en Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, el estadounidense que dibujó una sociedad del futuro en la que los libros eran prohibidos y el cuerpo de bomberos tenía como función perseguir a los propietarios para despojarlos de sus lecturas e incinerarlas. Fahrenheit 451 es la temperatura a la que el papel se inflama y arde.
Jugando con el punto de vista y con los símbolos, he de pasar a referir un suceso y finalizar con un epílogo: Cambié de ruta en las caminatas vespertinas. En días pasados observé el comportamiento de una señora que se bajó de su vehículo y sin ningún recato, como la cosa más natural, ‘dejó olvidada’ su basura en el andén del parque. Este tipo de comportamientos exigen una Policía de la memoria, que hostigue a los olvidadizos y los conmine a proteger la memoria, para que no sean necesarios candados que impidan que amontonen sus necedades y suciedades como mierda de perro en el espacio público.
En un episodio de la novela de Ogawa hay un intento de estallido social, una joven se resiste gritando: “- ¡A nadie se le puede borrar el recuerdo de una historia!” conato sofocado por la policía de la memoria que la condujo arrestada, solo dejando el eco de su voz esparcida en el miedo y la indiferencia.