En la otra orilla de esa correntía de estrepitosas emociones, una mota de algodón de alma viajera, tocaya del guamalero Julio Erazo, como ese viejo en su silla de ruedas, también navegaba con ojos crepusculares y taciturnos en la corriente mansa de la fragorosa parranda.
Esa mota blanca, de andadura y temperamento melancólicos y de mil amores, poeta del paso del tiempo y de enrevesados amoríos encaramados en nubes sin regreso, catador de vinos y de mujeres bonitas, nos enseña que el amor, a pesar de todos sus defectos, es el sentimiento con más pega pega y más imantado de la tierra, y que sin él, no seríamos ni siquiera zombis robóticos, porque la inteligencia artificial, todavía, afortunadamente, está lejos de inventar el amor, y hacer que dos máquinas se gusten, se amen, tengan maquinitas como hijos, y los cuiden y los quieran como perras paridas como nosotros los humanos.
Dicen las canciones de esa cabeza algodonosa de tocecita nerviosa, que sigue tan campante todavía, capoteando las peripecias de la sobrecarga existencial, que hay amores con códigos de barras imborrables, eternos e inexorables como el tiempo. Y, son sus canciones precisamente, las que me han puesto a pensar, rememorar y examinar sobre mi propia existencia amorosa, y sobre mi catálogo y toda la geometría de mis amores: verticales, laterales, oblicuos, paralelos, obtusos, rectos, y no sé cuáles más figuras.
Lo cierto es que la simple palabra amor no explica la importancia y profundidad que el ADN animal, no solamente humano, le imprimió a ese sentimiento para la supervivencia de la especie humana o de las demás animales.
Y, cuando me refiero a la geometría del amor, quiero decir que hay muchas clases de amores, y que no es igual el amor de pareja, al de los hijos, al de los padres, hermanos, familiares, amigos, amantes furtivos, etcétera, etcétera. Todos necesarios e indispensables.
De todas maneras, y auscultando el sentimiento de los cantos de Julio, me hizo pensar que en el amor erótico y carnal, existe también una categoría jerárquica:
… hay unos fatales, irrevocables, aunque duelan o te hagan feliz.
Otros no tanto, son simplezas, cursilerías, equivocaciones y desafines del destino.
Era Julio Oñate Martínez, el decano de Música sin Fronteras, el de la cabeza blanca, que dio el toque supremo de autoridad musical a nuestro encumbrado encuentro.
Y, mientras el fantasma de ‘Colacho’ venía deambulando desde más allá de la silueta del Santo Eccehomo, junto con las palpitaciones de los impenitentes y alborotados destellos que atravesaban la tibia y azulosa noche, igual que la alegría hirviente en el fondo de cada corazón parrandero, el primor, el arte orgánico, la naturaleza de la clorofila amarilla de una margarita se vistió de blanco níveo, y encalada en esa elegancia letal, hizo el hechizo de que el Olimpo de la casa en el aire, en esa loma encantada, se iluminara con la presencia radiante de la ebúrnea diosa que estrelló el apretado abrazo guajiro de Huertas contra cada rincón del recinto y contra cada uno de nosotros que, con su voz y su figura angelizadas, nos encantó diciendo: “Buenos días festival fiesta, tradicional folclórico concurso; a ti Valledupar viejo y tradicional te saludo con gusto. Desde mi tierra vengo yo con mis cantares, con alegría a la tierra de Chipuco; de La Guajira le traigo un abrazo al valle y en especial para mi compadre ‘Turco’”
“¡Ay hombe! es el abrazo guajiro para el pueblo vallenato, y en especial pa´ un amigo sincero y grato”.