El Desarrollo Sostenible es un concepto que ha originado muchas discusiones entre los expertos durante su construcción, especialmente entre economistas y ambientalistas, a quienes se sumaron posteriormente los expertos en temas sociales y políticos.
Hasta ahora se ha llegado a una definición, que en términos generales es aceptada por muchas de las “partes interesadas”: el desarrollo sostenible es el que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones, garantizando el equilibrio entre el crecimiento económico, el cuidado del medio ambiente y el bienestar social.
Este concepto se convirtió en una aspiración internacional desde 1987 con la publicación del informe Brundtland, auspiciado por las Naciones Unidas, en el que se alertaba sobre las consecuencias medioambientales negativas del desarrollo económico; fue un primer intento de buscar soluciones a los problemas derivados de la industrialización y el crecimiento de la población.
Para lograr el desarrollo sostenible global se requiere superar muchos de los retos que enfrentamos como seres humanos, entre ellos el cambio climático, la escasez de agua, las desigualdades o el hambre, que solo se pueden resolver desde una perspectiva global, con el explícito compromiso y el activo involucramiento de todos los líderes y gobiernos, entidades multilaterales, empresas y ciudadanos de todos los países. Se trata de un esfuerzo colectivo para perseguir el bienestar de la humanidad y proteger el planeta simultáneamente.
No solo se requiere del liderazgo de los países desarrollados para la coordinación de la acción colectiva, a la que todos debemos coadyuvar, sino también, y en gran medida, se requiere la voluntad política para ayudar sin mezquinos egoísmos, con la disposición para desprenderse de los privilegios económicos, políticos y sociales que les provee el statu quo. Ese es un sacrificio enorme, sin dudas, pero que se justifica para evitar el sufrimiento de toda la población mundial en un futuro no muy lejano.
Por supuesto que esa no es una aspiración fácil de lograr, especialmente cuando la población mundial aumenta constantemente.
En efecto, al revisar las cifras disponibles causa impresión observar que a finales de 1999 la población mundial era de 6 mil millones de personas y hoy ya somos aproximadamente 7.8 mil millones.
Las proyecciones nos indican que si no ocurre algo extraordinario, la población llegaría a 10 mil millones en el 2055.
El panorama es más dramático si se contempla la cada día menor disponibilidad de los recursos no renovables finitos requeridos para satisfacer las necesidades de esa creciente población.
Es en ese contexto en el que surge la pregunta que encabeza esta columna. Los países no desarrollados, que son la mayoría, han absorbido en mayor porcentaje el crecimiento de la población, incrementando sus niveles de vulnerabilidad y pobreza.
Es probable que los países que conforman el G-20 continúen disfrutando de su posición privilegiada por algunas décadas adicionales, pero al final, todos sufriremos las consecuencias de un planeta devastado y sin recursos no renovables.
No se trata de propagar un terror ambiental. Se trata de mentalizarnos y prepararnos para transformar nuestro modelo de vida. La resiliencia colectiva será clave en todo ese proceso. La humanidad entera necesitará reforzar su adaptabilidad o su habilidad de aprender flexible y eficientemente y para aplicar ese nuevo conocimiento a las nuevas realidades que se presenten.
Al abrirnos al cambio oportunamente, podremos influir en cómo reaccionar en tiempos de incertidumbre, antes de que las presiones aumenten hasta el punto en que alterar el rumbo sea mucho más difícil, o incluso inútil.
Como miembros de la humanidad tenemos que hacer los esfuerzos necesarios para evitar incurrir en la paradoja de la adaptabilidad, que se manifiesta en que cuando más necesitamos aprender y cambiar, más nos apegamos a lo que conocemos y poseemos.