Maurio Lora era reconocido en todo el pueblo por dos características muy sobresalientes: siempre usaba unas camisas muy estrafalarias, de variados colores, irrepetibles, y además, por ser considerado el más grande seguidor de Los Hermanos Zuleta, esos legendarios músicos que quedaron inmortalizados en el mundo del folclor vallenato. No había fiestas o ferias del Caribe, donde no se presentaran los hijos de Carmen Díaz y ‘El Viejo Mile’; eran la sensación y los ídolos del momento.
A Maurio le gustaba llamarse y que lo llamasen el zuletista # 1, él no era un simple seguidor, era todo un fanático de ‘Poncho’ y Emiliano, un zuletista de racamandaca, se autodenominaba.
Para esa época, un grupo de entusiastas jóvenes había organizado un festival que se desarrollaría en el marco de las fiestas patronales, porque hasta caseríos más pequeños en esa región ya tenían su propio festival.
Las fiestas de ese año empezaron un jueves y todo estaba programado para culminar el domingo siguiente, serían 4 días de Vallenato y licor de todas las clases habidas y por haber. Las agrupaciones consolidadas y uno que otro músico nuevo, querían estar en esas fiestas que prometían ser a lo grande y que habían tenido propaganda a nivel nacional.
El primer día se presentarían ‘Los Betos’ y Diomedes Díaz, lo que era una novedad, porque nunca antes se habían presentado, de manera simultánea y en un mismo escenario, agrupaciones tan famosas.
La plaza principal se tornó pequeña, fue insuficiente para albergar a gente de todas las edades y de todas las condiciones sociales, porque esa tarde-noche, en el pueblo y sus alrededores, todos habían salido de sus casas, hasta las madres recién paridas, con sus bebés en brazos, abarrotaron todos los rincones de la plaza.
Maurio había llegado desde las 5 de la tarde, con su combo, como él decía, compuesto por 2 primos, sus 2 hermanas y un vecino; desde esa hora se ubicaron al frente de la tarima y empezaron a beber cerveza y a bailar al son de la música que a todo volumen salía de unos grandes parlantes negros y que no dejaba de sonar.
Con su peculiar vestimenta, a Maurio Lora se le podía distinguir perfectamente en medio de la multitud, no había manera de confundirlo, no solo por su gigantesco peinado afro, sino, también, por su extrema delgadez, que disimulaba con su ancha y vistosa camisa, porque, ciertamente, era imposible encontrar dos camisas iguales a la de Maurio en medio de tanta gente.
Cuando iban a ser las 10 de la noche, la emoción y las cervezas ya habían hecho desastre, tanto en el combo de Maurio, como en el público en general; era un frenesí colectivo, una algarabía y una recocha sin igual. La gente saltaba sin parar y se echaban agua o cerveza, unos a otros, mientras, a todo pulmón, cantaban cuanta canción sonara.
Los acompañantes de Maurio, en medio de su propia borrachera, no se percataron de la ausencia de éste, cuando sin avisarles y balanceándose de un lado a otro, de tropezón en tropezón, logró pasar entre el alborotado gentío, hasta llegar a la casa grande que estaba en toda la entrada a la plaza; esa mansión tenía un sardinel largo y alto. Maurio no supo cómo llegó hasta ahí y le pidió ayuda a varios de los borrachos que desde allí se gozaban la fiesta; como pudo, se encaramó al piso, abrió las piernas y con ambos brazos abiertos, los apoyó a la pared, como quien intenta detener un muro que está a punto de derrumbarse; ya en esa posición, Maurio pareció abrir una llave y de su boca salía un torrente de vómito con una presión escandalosa e interrumpida solo por lapsos muy cortos, como para tomar aire e iniciar una y otra vez su fétida expulsión, que era una mezcla de alcohol y comida fermentada; asustaba ver esa escena, porque parecía que ningún cuerpo era capaz de soportar semejante episodio.
No habían pasado ni dos minutos, pero para Maurio era una eternidad, la música y la bulla seguían su curso, los borrachos que antes lo habían ayudado para subir, se habían alejado apenas soltó la primera porción de vómito; ahora el chorro era cada vez menos intenso, aunque parecía como si las ganas de expulsar todo, no paraban, porque intentaba seguir vomitando, pero ya no le había quedado nada en el rebelde estómago.
Cuando ya estaba a punto de desmayarse, iban pasando dos vecinas suyas, acompañadas de un muchacho y lo reconocieron de inmediato -¡Es Maurio!- dijeron, casi que en coro, -¡Se está muriendo, a este pelao hay que llevarlo ya al hospital!- gritó la mujer más vieja del grupo, mientras los 3 subieron al pretil y caminando encima de todo lo que había expulsado el exhausto Maurio… lo agarraron, una mujer por cada brazo y el joven le agarró ambas piernas, hasta que lo bajaron para dejarlo sentado en el suelo de la plaza, Maurio jadeaba y luchaba con un incontrolable hipo, mientras sus vecinos, desesperados, miraban entre la borracha multitud, como buscando cualquier medio de transporte para llevarlo al médico.
En ese momento, Maurio pareció serenarse un instante, se pasó una mano por la cara, mientras se limpiaba la baba que no dejaba de brotarle, levantó la otra mano, como para que le prestaran atención, porque estaba a punto de hablar, hizo una pausa y con la poca fuerza que le quedaba alcanzó a decir: -¡Y no es ná, mañana viene Zuleta!-.