Por Arcesio Romero
La frase distintiva del comercial de una entidad estatal en radio pregona una consigna muy inspiradora: “entre limpio y salga limpio”.
Pues, en aras de alinear sus ideales con sus propuestas de campaña, Jaime Rodríguez, candidato a la Alcaldía de San José de los Barrancos, la adoptó como su eslogan. Significaba, como él mismo, una apuesta osada, rebelde y en cierta forma altanera frente a la forma tradicional de enfrentar la batalla electoral en una región tan suigéneris como La Guajira.
Al principio, el pregón resultó inspirador y motivador del voto de opinión, una franja de ciudadanos conocidos en su pueblo por ser proclives a la derrota y por apoyar siempre a los candidatos románticos que terminaban sucumbiendo ante las propuestas de las casas tradiciones o siendo víctimas del señalamiento burlesco de los paisanos, que después de mirarlos con desprecio político los señalaban con el “bembeo” de la chercha.
Pero esta vez, según Jaimito, no sería así. Él representaba los sentimientos de cambio e infundido por el ambiente progresista y alternativo que reinaba en el país, aspiró a ser alcalde de este municipio en representación de uno de los partidos del famoso e histórico pacto.
Para lograrlo presentó a consideración su hoja de vida, repleta de títulos de posgrado y plagada de viñetas con las fechas y funciones de cargos y asesorías en el sector público, y de inmediato obtuvo el aval. Asimismo, estructuró con varios de sus excompañeros de administración pública de la Esap el mejor de los programas de gobierno, con tal esmero y detalle en sus ejes estratégicos, proyectos y metas que parecía más bien un plan de desarrollo condensado. Explotó, entre otros atributos, la creatividad y la sonoridad de su hermana y su esposa para llenar las redes sociales de publicaciones innovadoras, diseñaron volantes con mejor atractivo visual y de contenido que el de sus competidores e imprimieron los afiches en blanco y negro para ahorrar costos. En fin, toda una novedad en el pueblo.
Bajo ese panorama y conforme a los consejos de sus amigos, Jaimito, el hijo del profesor Edgardo, representaba la mejor opción, el “mejor” candidato, el “más” preparado y el “más” popular. Y así se lo manifestaban sus paisanos. El abrazo y la sonrisa con los cuales era recibido en los recorridos “puerta a puerta”, y las expresiones espontáneas de respaldo y vitoreo, avizoraban un gran éxito.
Todos querían votar por él. Todos anhelaban un alcalde como Jaimito: limpio de las impurezas de la corrupción, sin tachas o señalamientos éticos o morales, ni mucho menos reproches a su conducta de “buen muchacho” e hijo de una familia “humilde y trabajadora”.
Empero, nublado por el aparente aprecio popular, poco caso prestó a los aguafiestas que le advirtieron que con esos atributos no le era suficiente para ser alcalde. Los politólogos del congresito, reposados bajo una enramada y al vapor de un tinto no apostaban un solo peso por el hijo del “profe”, pues, tal como se lo habían avisado, la falta de la “logí$tica” lo condenaría al último y deshonroso lugar. Algunos le diagnosticaron obstinación manifiesta y fiebre megalómana, padecimientos que en ocasiones enferma a los profesionales de escasos recursos económicos. Y por esos síntomas, los médicos de la política le recomendaron buscar un “buen arreglo”.
Según ellos, la mejor medicina para este “loquito nuevo” era hablar con unos de los congresistas, ya sea con el jefe del partido azul o con el papá del senador de la última vocal, para que, en un santiamén obtuviera respaldo o quedara como reserva para las próximas elecciones.
Bajo ese panorama, en un intento de reconsideración, el profesor Edgardo, llevó a su hijo a entrevistarse con uno de los jefes políticosdel lugar, alguien que se vanagloriaba de haber puesto alcaldes por más de 20 años. Y allí, puntualmente llegó a la cita. En el quiosco de la opulencia, Jaime, con una dicción limpia y sin apremios, le relató al pachá del pueblo todo su programa de gobierno, las coincidencias del mismo con el Plan Nacional de Desarrollo y las estrategias financieras que tenía previstas para financiar sus promesas.
El jeque, después de hurgar por varios minutos la suciedad de su ombligo, levantó la cabeza y fijando la vista en los ojos del advenedizo dictó sentencia: “muy bonito suena tu programa, pero ¿cómo vas a comprar los votos para ganarle a mi candidato?”Jaimito, sin pensarlo demasiado apeló a los principios rectores de la democracia y a la confianza depositada por sus simpatizantes, quienes juraron por sus muertos que cumplirían su palabra de votar por él y no por los otros; si, por esos otros que habían fijado sus grandes afiches en las puertas y ventas y pintado murales sin la autorización de “ellos”.
Ante esa inocentada y en un acto de deferencia y respeto por su padre, el político reafirmó su posición lanzándole un salvavidas que hizo sonrojar al profe: “mire jovencito, tú no tienes plata para meterse en estas vainas. Entienda, como se lo dije varias veces a Edgardo, eres un buen profesional de los que llamamos “nombrables”, pero lastimosamente no puedes pertenecer al club de los “elegibles”, te falta lo principal, el músculo financiero”. Y luego, se levantó, se acomodó la pretina del pantalón al encajarse la camisa, para desde su sitial decirle que retirara su candidatura.
A cambio, Jaime recibiría un pago por el reconocimiento de sus gastos y lo nombrarían secretario de Planeación para que hiciera realidad sus sueños en el plan de desarrollo del municipio. Ante tal ofrecimiento, suculento para muchos que anteriormente habían perecido antes las murallas de la realidad, Jaimito tuvo una contestación tan original como su andar: “Voy hasta el final, este triunfo no me lo quita nadie”.
Olvido el bisoño que “lo que está por verse no se discute” y al parecer ese fue el contenido de la reacción muda del viejo cacique. Pues bien, el día de la quema se vio el humo. El 29 de aquel octubre aciago, la fuerza renovadora de los simpatizantes del Jaime quedó dispersa, imantada por la necesidad o declinada en una de las esquinas del pueblo ante el regocijo que produjeron los hombres de las mochilas del candidato oficialista.
El resultado confirmó el presagio, registros de un solo dígito poblaron la casilla del nombre de Jaime Rodríguez en el formulario E-14. A las seis de la tarde de ese domingo revelador la sumatoria finita del respaldo popular le otorgó al candidato emergente el último lugar de la contienda en razón a los 98 sufragios contabilizados a su favor.
Como buen perdedor, el candidato de las minorías apeló a las pataletas y rabietas y, acusó a la organización electoral de fraude, al ganador de chanchullo y trashumancia electoral, y a su gente, a sus amados seguidores, de traición y mentira explícita, pues, como quedó evidenciado en la caravana de carro que pasó aquella noche frente a su comando, muchos de quienes juraron votar por él, saltaban en los vagones de la victoria del nuevo alcalde de San José de los Barrancos. Ante tal evidencia, el romántico excandidato, después de un lastimero bostezo solo atinó a refrendar el dicho de su profesor de la Esap: “Todo pueblo elige al gobernante que se merece”.
Para colmo de males, desde esa derrota histórica, el joven profesional pasó a ser llamado en el pueblo “Jaime, el limpio”. Limpio en todos los aspectos, porque no solo perdió en las urnas, su motocicleta se sucumbió ante las garras del prestamista, y su padre se vio obligado a pagar durante cinco años el préstamo que buscó en la cooperativa de profesores de La Guajira para convertir en alcalde a su hijo. Con este asomo a la realidad, Jaime comprendió que, aunque es válido soñar con un mejor porvenir, todo “progresista” de región, si se deja llevar por la corriente del mar de las ilusiones, termina siendo uno más de los miles de “pobresistas” de nuestro querido país.