En estos momentos a nuestro país lo quieren destruir dos grandes y malignas olas que rápidamente se propagan en nuestro bello territorio y se ensañan contra nuestro bienestar colectivo y con las vidas de muchos colombianos, creando una enorme incertidumbre económica, social e institucional. Una es la originada por el virus SARS-CoV-2 y la otra es la violencia generalizada producida por las protestas de un sector significativo de nuestra sociedad. Ambas olas son concomitantes y se alimentan mutuamente.
Aunque el Estado, en sus diferentes instancias, tiene la capacidad, la autoridad y la gran responsabilidad de implementar los planes de contingencia necesarios para controlarlas apropiadamente, ambas se podrán mitigar, de manera rápida y efectiva, solo con la voluntad y la decidida participación de la mayoría de los miembros de nuestra sociedad. Pero gran parte de esa sociedad ha optado por un camino y unas acciones contrarias a las necesarias para lograrlo, sin dudas porque sus líderes, influenciados por intereses ideológicos y electorales, contrarios a los del gobierno vigente, se han ganado su confianza y los inducen a tener esos comportamientos que contribuyen a crear las condiciones favorables a sus intereses políticos estratégicos.
En el compendio de derechos humanos, el derecho a la protesta es un derecho fundamental que el Estado tiene la obligación de proteger y defender, pues hace parte del estado social de derecho y de nuestra democracia. Pero ese derecho a la protesta tiene que ser sin violencia y sin afectar los otros derechos de los colombianos, entre ellos el derecho a la salud y a la protección de la vida. Sin embargo, no ha ocurrido así con las protestas que se han venido presentando en el país desde el 28 de abril, las cuales han tenido un inaceptable nivel ilegalidad y de violencia, no solo por la destrucción que ha habido de la infraestructura pública y privada, y por los ataques a la Fuerza Pública legítima –y también a otros ciudadanos que no los apoyan– sino porque también es una muestra evidente de violencia contra la vida realizar esas protestas con marchas tumultuosas y aglomeraciones, que impiden la implementación de medidas de bioseguridad y consecuentemente crean condiciones favorables para masivos contagios e incrementos de casos fatales.
A eso nos enfrentamos si continúan repitiéndose los patrones que se han dado cuando hubo reuniones y celebraciones familiares masivas o eventos comerciales con aglomeraciones en el pasado. Los líderes de estas protestas tendrán que llevar en su conciencia su insoslayable responsabilidad por esas lamentables consecuencias.
El ejercicio del derecho a la protesta es bueno y necesario en una sociedad civilizada donde exista la democracia, pero solo si se realiza sin violencia; de lo contrario el gobierno tiene la obligación constitucional de proteger la vida de los colombianos. No se trata de poner en dudas el derecho a la protesta, que es legítima, se trata de proteger el derecho más sagrado de los colombianos en medio de la pandemia: el derecho a la vida. No es aceptable que los líderes de las protestas se sientan con la libertad de atacar y lesionar la integridad de un policía integrante la fuerza pública, como está ocurriendo, pero cuando ese policía se defiende de esos ataques se hagan declaraciones altisonantes por las redes sociales de que ese policía incurrió en un acto de violación de los derechos humanos.
Todos debemos tener la madurez para entender y aceptar que los derechos son universales y por tanto la integridad de la vida de un policía tiene el mismo valor que la de un ciudadano que ejerce su derecho a protestar. Para evitar la violencia social y policiva, que es inaceptable en nuestra sociedad, todos debemos poner nuestro grano de arena. La diversidad de ideas e ideologías nunca pueden ser consideradas causas para la violencia social. No podemos ser tolerantes con la violencia y el vandalismo. Defendamos la protesta pacífica. Con el diálogo amplio y transparente se logran soluciones efectivas a las diferencias más profundas que puedan existir.