Por Luis Hernández Larez
Es en Venezuela donde se suele andar del timbo al tambo o de la seca a la meca, aunque en el Estado Táchira, el significado del vocablo es conocido como “una especie de cobertizo con techo generalmente de dos aguas, para colgar las hojas del tabaco”, sin embargo aquí en Colombia tiene una interpretación de parador, venta o mesón que seguramente es la explicación del nombre de aquel lugar.
“¡Oh, si ya de cuidados enojosos / exento, por las márgenes amenas / del Aragua moviese / el tardo, incierto paso; / … o del cucuy las luminosas huellas / viene cortar el aire tenebroso, / y del lejano tambo a mis oídos / viniera el yaraví amoroso”. Entonces recordó a don Andrés Bello”. En su Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida.
También pensaba del porqué él estaba en ese lugar observando la venta de pescado, como parte de su búsqueda de la famosa oportunidad que produce toda crisis, que en su país degeneró en una hiperinflación que en lo que va de años acumula dos mil por ciento.
El Bolívar, moneda venezolana con poco valor se cotizaba con relación al peso colombiano en un millón de bolívares por cada diez mil pesos, siendo esta última la moneda fuerte y él estaba dispuesto a sacar beneficios de esta crisis económica justo en ese lugar, obtendría provecho de la experiencia ajena, trajo al presente el relato que se hizo viral en redes sociales, del venezolano que en Miami hizo fortuna limpiando pocetas, es decir, retretes. Recordó que al leer aquellos comentarios notó el sesgo peyorativo, pues el uso político que se le dio al relato buscaba desalentar a aquellos que tenían planes de irse del país argumentando dictadura ¡un profesional graduado en una universidad venezolana lavando retretes en Miami!
El tambo funcionaba desde muy temprano hasta un poco más del medio día. A la una de la tarde quedaba solo, un gran kiosco sin paredes y mesones de concreto donde una veintena de personas entre preparadores de pescado que se encargaban de limpiar, quitar las escamas, viseras, otras tripas y sobrantes que eran echados al monte en las riberas del río. El mosquero debía llamarse ese lugar, con ramas se sacudían las moscas, pero estas eran muchas e inacabables.
Se acercó a esas buenas personas y se ofreció a ayudarles a asear el lugar a cambio de algunos pescados, su determinación era superior a cualquier respuesta negativa, inmediatamente se dispuso a limpiar, a ordenar los residuos en un solo lugar, teniendo cuidado en separar las escamas. La solidaridad se hizo manifiesta en este caso, los lugareños sabían la suerte de mucha gente venida de Venezuela, el riohachero comenzaba a ceder actividades laborables a los inmigrantes porque estos aceptaban cualquier trabajo y aquellos se beneficiaban pagando menor salario por el trabajo igual.
Al terminar la jornada todo estaba limpio y ordenado por lo que recibió cuatro kg. de pescado, les dijo que contribuiría a eliminar las moscas si botaba los desperdicios en otra parte y que él mismo se encargaría de eso, lo cual fue aceptado. Anduvo los tres kilómetros que dista el lugar donde tenía la vivienda, al noreste de Riohacha un rancho construido de yotojoro, (madera resistente corazón del cactus), que le servía de vivienda, allí le esperaba su mujer y dos niños pequeños, un varón y una hembra. En el camino vendió dos kilos de pescado del que le habían dado como pago y el resto lo dio a su mujer para que preparara una parte y guardara para el desayuno.