El aparte transcrito corresponde a la canción titulada ‘Recordando mi niñez’ de la autoría de Camilo Namen Rapalino que los Hermanos López con la voz de Jorge Oñate incluyeron en el corte número dos del Lado A del LP titulado ‘Reyes Vallenato’ en el año 1972, la cual vino a mi memoria después de asistir a la sagrada eucaristía celebrada en la Capilla de La Divina Pastora de Riohacha con motivos del Miércoles de Cenizas y mientras el padre cumplía con su riguroso ritual y se metía el petacazo de rigor llegaban a mi mente los recuerdos más embriagadores de mis felices años en Monguí, donde nadie tenía luz ni televisor ni internet, estudiábamos con lámparas de querosín pero vivíamos felices.
Ha pasado ya el alboroto carnavalero, el desorden mejor organizado del mundo y nos encontramos inmersos en la Cuaresma, son los cuarenta días que la humanidad reserva para la llegada de la Semana Mayor cuando recordamos la vida, pasión y muerte de Jesús, el hijo de María y José, que murió injustamente martirizado como consecuencia de una cadena de infortunios, en primer lugar, cometió el pecado de pensar diferente y nunca aceptó aquello de “¿Pa dónde vas Vicente? Pa donde va la gente”, en segundo lugar su liderazgo y la defensa que hacía de la gente humilde ante la violación de sus derechos, eso despertó la ira de los sumos sacerdotes que veían en peligro sus privilegios, y tercero fue acusado de delitos que nunca cometió y sometido a juicio con violación del debido proceso quedando su destino final en manos de un Operador Judicial pusilánime, negociante, cobarde, timorato y sin pantalones –y con razón porque usaba túnica–, en esas condiciones el desenlace fatal estaba cantado, por eso no hay nada más peligroso que la administración de justicia en manos indecorosas, ni peor que el individuo envidioso.
En mi época de muchacho eran estos días especiales, la gente se empezaba a preparar para lo que venía, los campesinos hacían cuidadosa inspección en sus roseríos para ubicar los gajos de guineos manzano que se necesitaban para la mazamorra que preparaban nuestras viejas con coco y arroz, se comenzaba a cortar la leña para los fogones, porque durante los días de Semana Santa nadie cortaba leña y poco usaban hachas y machetes.
Para hacer harina y el tradicional “Chiquichiqui”, la gente venteaba en manar y limpiaba el maíz que con esa específica destinación guardaban de la cosecha del año anterior, también traían al pueblo los racimos de tamacas para ponerlos a secar y después “pangarlas” con el fin de sacarles el corozo que se tostaría para ser molido después junto con el maíz tostado para hacer la harina más sabrosa del mundo.
En esos preparativos los puercos también eran protagonistas porque se seleccionaba durante los días cuaresmales el afortunado que animaría con su carne magra los pasteles que hacían la tía Digna Rodríguez y Adelina Pérez, que tenían fama en la región, los hacían de masa de maíz y también los preparaban de arroz, tenían esas mujeres que ya se fueron un estilo especial para envolverlos en hojas de plátano y de guineo, no se usaba como ahora la hoja de bijao, los amarraban con pencas de la mata de plátano, no usaban cabuyas de plástico, era el proceso de envoltura un ritual que ellas desplegaban con esmero, paciencia y devoción, tenían además una magia especial para darle el punto de vinagre criollo y el picantico a ese apetecido manjar de profundas connotaciones para mi agrario paladar, esa vaina sabía a pueblo, nunca más los he sentido igual.
Cuando mi olfato percibe el olor de un pastel, y su sobrina la “hayaca”, vienen a mi mente aquellas épocas de Cuaresma y Semana Mayor cuando en nuestros pueblos se compartía lo que se tenía, lo que se hacía y lo que se inventaba, nadie causaba daño a nadie y bebíamos leche de la misma vaca, éramos igualitos y el silencio de aquel lugar donde los mayores se iban al campo a trabajar y los muchachos íbamos a la escuela solo lo interrumpía el canto de los gallos que preparaban los galleros del pueblo para las galleras que siempre organizaban el ‘Domingo de Ramos’, a la cual llegaban con sus afamados ejemplares representantes de las cuerdas de las poblaciones circunvecinas y de la ciudad de Riohacha, era aquella toda una fiesta muy bien aprovechada por las laboriosas mujeres de Monguí para vender los dulces, arepas de coco, de queso y de ajonjolí, cuajaderas, queques, panderos, amasa pan y almojábanas que orneaban en los hornos artesanales que existían en los patios de la vieja Rosa Virginia, y donde la tía Chuna y mi tía Negra, eran las “concentraciones gallísticas” entonces, a la vez un lugar de encuentro de amigos y escenarios de apuestas y peleas de gallos, imposible olvidar aquella vez cuando un gallo de Chichimón Ávila hizo su gracia dejando caer sus excrementos sobre la cachucha Barbisio que mi padre estaba estrenando y ante la burla de sus contertulios, mi viejo exclamó riéndose, “Chichimón, eso pasó por haberle puesto al gallo el nombre de un liberal”. Imposible olvidar aquellos tiempos.