Aunque resulta de alto riesgo anticipar el destino, se entiende que es un recurso del que los desesperados echan mano con frecuencia inaudita. Las motivaciones para este proceder pueden ser varias, desde la inseguridad con que se va por el mundo, a la ambición por controlar la vida propia por fuera de lo razonable, e incluso, las ajenas. Sin embargo, el porvenir es inescrutable por lo que es imposible arrancarle sus arcanos. La vida es una flecha con destino marcado hasta la muerte y hagamos lo que queramos, ella es una emperatriz insobornable cuyo curso sufre pocas modificaciones. Suelen gastarse fortunas y esperanzas en tratar de anticiparse a los hechos, lo que de manera ineluctable termina en fracaso. Quienes depositan su fe en este mercado de agoreros constituyen riadas de desventurados que más temprano que tarde acaban como un gallo desplumado sin consuelo alguno.
No obstante, inclusive los más renuentes a creer en asuntos esotéricos nos podemos ver incursos en estas cosas por circunstancias distintas a saber qué nos depara el devenir. Se trata a veces de una lucha entre lo irracional y lo especial de atender obligaciones afines a nuestro quehacer cotidiano; para el caso, la práctica médica. Era la oportunidad de ganarme unos honorarios significativos a expensas de unos seres crédulos hasta su médula sin incurrir en fallas éticas. La situación fue que a través de una amiga me presentaron una adivina con el fin que le ayudara en su oficio de lo extrasensorial. Y plata puesta papaya partida. Esta profesional a su vez me dio una lección de cómo proteger la clientela cuando me exigió que no podía por ningún motivo cobrar barato, sino lo más astronómico que se me ocurriera y así ella tendría también respaldadas sus tarifas.
Fui a parar a Bocas de Ceniza (allí desemboca el río Magdalena), donde conocí lo que se puede llamar un laboratorio de exploración del más allá. Una habitación amplia, entapetada con alfombra roja y paredes cubiertas de gamuza vino tinto. Los festones dorados de las cenefas escarlatas remataban aquel ambiente esotérico, amén de una temperatura de dieciséis grados y luz mortecina. En el centro estaban dos sillas y una mesa redonda que soportaba una gran bola de cristal absolutamente transparente. No había manera de que algún espíritu escapara de allí sin ser advertido. Aquella señora bebía aguardiente y fumaba como un pensionado de cualquier multinacional y eso permitió mi cercanía con aquel mundo de lo insondable.
Mi consultorio estaba en un sitio pupy lo que llevaba a la clientela predispuesta por la bruja a nunca reparar en las tarifas exorbitantes del trabajo complementario que les haría conocer su porvenir. Diario veía carros de altísima gama como un automóvil Ford Mustang y ante el cual mi renolito-4 era un saltamontes. Para ayudar a esas almas a que alcanzaran su estado de gracia debían acudir a tres consultas médicas.