En 1986 la Gobernación de La Guajira con aval de la Junta Regional de Cultura publicó ‘Recuerdos del Riohacha que se fue’, con el subtítulo de ‘La casa de la calle de los Almendros’, del jurista y académico Osvaldo Robles Cataño, a pesar que precisa en una nota previa el autor que muchos de sus personajes protagónicos expuestos en intensa genealogía, proceden de su invención, muchos otros históricos y constituidos en hitos del devenir regional gozan de plena autenticidad.
El texto que transita entre la historia novelada y el ensayo histórico revisa episodios entre finales del siglo XIX y mediados del XX con la perspectiva de un narrador implícito y autodiegético que desde su mirada de niño que visita la tierra natal de sus ancestros desde Santa Marta para observar el devenir histórico y social de su comarca, e inicia con los pormenores de un viaje en motovelero revelando la condición que situó a la capital guajira durante mucho tiempo al margen del desarrollo territorial continental y más próxima como puerto al contacto con las Antillas, Europa y los Estados Unidos.
Es evidente la preocupación de la sociedad guajira del periodo que comprende el relato por la formación académica de sus vástagos y en ello existe una fruición por destacar la provisión que hacían las familias para garantizar los estudios profesionales en los centros académicos de más alto nivel en la capital del país y en universidades y colegios del mundo. Para ello, la parentela y el compadrazgo oficiaban como mecenazgo en todas las latitudes donde eran acogidos los prospectos en garantía de su manutención y protectorado.
La gastronomía y las costumbres vernáculas son observadas con la mirada curiosa de un joven cuyos ancestros le han comunicado la historia y los vínculos con la herencia, pero que siente la libertad de constatar con visor entrañable la experiencia de probar las arepas de chichiguare, dormir bajo una enramada o atravesar a nado el brazo del riíto como liturgia con el pasado y presente de la tierra de la que se siente nativo.
Las guerras, la controversia visceral y fatídica entre liberales y conservadores, el legado de los migrantes llegados del mundo entero, el matriarcado de las Úrsulas, el tributo de los próceres patrimoniales y el ritualismo presente en las manifestaciones de culto como velorios, uniones maritales, relaciones interculturales y los medios de emprendimiento, resuenan en el lenguaje de Robles Cataño en la frontera entre el barroquismo literario y el pragmatismo contemporáneo dando su justa trascendencia a la anécdota histórica como en el fragmento citado a continuación.
Cuando el general José Hilario López en su calidad de presidente de Colombia sancionó la ley sobre libertad de los esclavos, doña Isabel Catalina, que tenía siete criadas sin manumisión, protestó por este atraco a la propiedad privada, hizo bajar el cuadro de López que ostentaba en la sala, lo pisoteó con visible decepción y consideró que esas demagogias irían a acabar con el país. (p.136)
La lectura de esta obra debería considerarse como imprescindible en la educación básica del Distrito, para que su conocimiento aliente la expresión de Irene Vallejo en el Infinito en un junco:“todos podemos amar el pasado como un hecho profundamente revolucionario”; su reedición merece el esfuerzo presupuestal de la administración como patrimonio literario de la riohacheridad.
Un aspecto meritorio del libro es la recreación de la atmosfera de la capital guajira en los periodos relatados y las descripciones de las edificaciones que constituyen hoy patrimonio inmueble de la ciudad, así como el papel de salvaguarda que ha tenido la iglesia con las tradiciones seculares y los ritos sobre la muerte como en este aparte que afirma la relación histórica con el catolicismo.
En frente de la Plaza estaba la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, en cuyo piso se encontraban piadosamente sepultados los restos de nuestros mayores. Leemos las lápidas con los nombres de nuestros abuelos. Y las de todos los viejos riohacheros que ya descansan en la paz del Señor, sepultados aquí por tradición inmemorial. Esos epitafios ya no existen. Quedaron sepultados en la remodelación de la catedral en 1950 y con la prescripción de salud pública de no realizar enterramientos en las iglesias. Sus anotaciones deben reposar en algún manuscrito en custodia de la Diócesis.