Tenían cuatro meses y medio de andar por la mar sin ninguna ganancia, los españoles no cruzaban el charco de América hacia Europa, solo la provisión del capitán estaba solvente y gracias a los pescadores que supieron aprovechar los bancos de peces que en su travesía encontraron surtían al cocinero de buen fruto del mar. Tenían todavía varios barriles repletos de vino, y alguno que otro barril de granos. La tripulación lucía aburrida, en el juego de barajas apostaban parte del botín futuro, lo que supuestamente les iba a corresponder.
El cartógrafo dijo que estaban cerca de Cartagena, a 20 días o un mes, Morgan se peinó la barba con la mano y dijo: “Creo que podemos tomarnos esa ciudad”. Detuvo su flota a dos días de Cartagena, ahí los catalejos no la podían divisar y mandó cuatro espías remeros. Entraron de noche al ‘corralito de piedra’; se dividieron en dos, que recorrieron las tabernas en donde los borrachos hacían el papel de noticieros gratis. Regresaron a donde Morgan y le dijeron: “Sí podemos tomarnos esa ciudad.
“¿Quién cuida la ciudad?” preguntó Morgan. “Un tal Blas de Leso”, respondió el espía remero. “Y ¿quién es ese?” volvió a preguntar Morgan, y le respondieron: “Un señor que le falta un ojo, una pierna y un brazo”.
“¡Un lisiado, maldita sea! No me rebajaré enfrentando a un mequetrefe, levanten ancla ¡levanten ancla¡”, gritó el lugarteniente de Morgan.
Mar adentro, el vigía gritó con júbilo: “¡Barco español a la vista!” Un grito de alegría se escuchó en toda la flota de 7 barcos espantosamente armados, no era necesaria toda la flota, tres barcos de Morgan entraron en acción, incluido el del capitán que fue el primero en chocar de frente con la embarcación española, crujieron las maderas, pero no hubo fractura.
Aunque la jauría entró a despedazar todo lo que se les atravesaba. En un rincón había una pareja de jóvenes; él de unos 25 años y ella de unos 20. El muchacho colocó a su mujer a su espalda y como un tigre enjaulado la protegía, todo el que se atrevía a entrarle quedaba boqueando sobre el piso. Con cierta admiración y preocupación Morgan veía cómo aquel extraordinario espadachín tenía un reguero de sus hombres sin vida a sus pies. Con una mirada ordenó a su mejor hombre, el lugarteniente, eliminarlo.
Éste bajó con cierta parsimonia hasta donde estaba aquel imbatible valiente, se trenzaron en guerra igual que dos perros rabiosos. Los minutos pasaban y la tripulación de Morgan ya temía por la vida del lugarteniente. Un resbalón del joven colocó su corazón centro a centro en la punta de aquella espada fatal que entró hasta la mitad, cayó muerto instantáneamente. Su esposa tomó la espada de su difunto esposo y se le fue de manera suicida al filibustero cansado. El lugarteniente hizo uso de su habilidad para esquivar a la mujer que resultó ser mejor espadachín que su esposo, pero no tenía experiencia de guerra. Cegado por el pánico y el agotamiento, el pirata dejó que su espada entrara por el vientre de la hermosa y fina mujer, igual que el cuchillo al melón, el inexorable ladrón olvidó el código de Morgan: No matar mujeres, niños, ancianos y sacerdotes.
Cuando volvió en sí, el sable terrible de Morgan venía en camino, no había clemencia, violó la norma. La espada entró hasta la empuñadura por la boca del estómago, el pirata botó un borbollón de sangre por la boca y se agarró de los hombros de su capitán y cayó de rodillas.
Al revisar el barco, iba cargado de flores, de pájaros en jaula, barriles de miel de abejas, algunos indígenas asustados, materas, artesanía indígena barata. “¡Maldita sea, un barco rosa!” gritó Morgan. Una palidez de derrota se pintó en su rostro y se alejó con premura como si huyera de su peor enemigo.