Desde Punta Gallinas hasta la Sierra Nevada y la Serranía del Perijá, pasando por los ríos Ranchería o Cesar, los departamentos de La Guajira y Cesar constituyen territorios limítrofes conectados con Venezuela a nivel comercial, territorial, ambiental, cultural y social. Esto obliga a entender su composición étnica, estructura demográfica y movilidad migratoria desde esa particularidad. Sin embargo, el Estado central los ha visto como un límite, una barrera o un fuerte que marca la entrada a nuestro territorio. Pocas veces los ha considerado un punto de permanente interacción de pueblos con destinos comunes y complementarios, algo que se puede verificar en varios momentos de la historia. La Guajira y Cesar limitan con la República Bolivariana de Venezuela en 249 y 154 kilómetros respectivamente. Y la parte marítima del Caribe guajiro que colinda con Venezuela todavía no está definida. En toda esta área se han generado relaciones comerciales e incluso culturales ancestrales, que aún hoy persisten, a pesar de la diferente situación de ambos países. Basta recordar cómo al consolidarse estas poblaciones en sus respectivos territorios convergieron diferentes pueblos indígenas, bajo un esquema de solidaridad y autonomía territorial. Y cómo, en el siglo XIX y parte del XX, ante la ausencia de políticas gubernamentales que los conectara con el desarrollo del país, estas comunidades participaron en un comercio más fructífero hacia el exterior, con Venezuela, las Antillas y la cuenca del Caribe.
En diferentes periodos históricos, el Gobierno central promovió entregar parte de La Guajira a Venezuela para mitigar fácilmente el contrabando, dicho en otras palabras, para sustraerse del problema. Y, desde ese momento, la región quedó con un estigma que aún hoy prevalece en el ideario de muchos colombianos. Pero pocos se cuestionan la ausencia de políticas que integren a La Guajira y Cesar con el país o las débiles relaciones con el Caribe, que generaron esos vínculos irregulares. Aun así, bajo estas condiciones en las primeras décadas del siglo XX, La Guajira experimentó un desarrollo económico basado en la exportación de café, carnes y pieles. Luego vivió varias bonanzas, mientras que en Cesar predominaba la ganadería extensiva y posteriormente el cultivo de algodón. Más adelante, ambos departamentos vivieron el despertar minero-energético, que ha traído importantes aspectos de progreso, pero que todavía no ha evitado un rezago en la calidad de vida de sus habitantes ni ha promovido la integración de sus sectores productivos. A mediados de la década de 1970 llegó la bonanza marimbera, que aprovechó la crisis del algodón y se mostró como solución agraria de ciclos cortos para mejorar los ingresos a sus cultivadores. La llegada de la marihuana a la Serranía del Perijá y a la Sierra Nevada, entre otros lugares, produjo un flujo migratorio hacia esta región que involucró a venezolanos y colombianos del interior: todos querían ganar en dólares. Aunque muchas veces utilizaron los lazos históricos con el Caribe para el transporte, los agricultores no propiamente controlaban estas rutas. Con el pasar del tiempo, la bonanza marimbera trajo consigo violencia y desplazamientos, al igual que los fenómenos posteriores producidos por las guerrillas y el paramilitarismo.
En la actualidad, dos factores frenan el crecimiento de ambos departamentos. El primero, el contrabando, siendo un dolor de cabeza en la región; lo hay de licores, cigarrillos, textiles y hasta carne. Existen muchas modalidades de ese tráfico irregular de mercancías, pero también es cierto que ha sido y es la forma de sustento de miles de personas que viven en una región pobre y abandonada por el Estado. El segundo es la hambruna. Muchas comunidades viven en estado de miseria, ya sea porque no están integradas a los ciclos productivos del departamento o por culpa de la corrupción, que roba los recursos públicos. En La Guajira, por ejemplo, el fenómeno se refleja en altos niveles de desnutrición infantil.