La naturaleza biológica la esencia de la mente humana, es más irracional que racional, por esto, nadie ha podido descifrar cuál es la mejor manera de gobernar humanos. Europa, considerada como la cuna de la razón y de la civilización de la moderna humanidad, poseída por sus demonios mentales, e impulsada por esas fuerzas irracionales y salvajes, tuvo que perder totalmente la razón, sobre todo, durante los últimos quinientos años cuando se creyó definitivamente ama y señora del mundo, para al fin recapacitar, y finalizando el siglo XX, medio recuperar un poquito el juicio, después de la tremenda lección de perder de un solo tacazo 60 millones de vidas y la destrucción física y moral de todo su continente en apenas 30 años.
Sus siglos precedentes: Plenos de la revolución copernicana, newtoniana, mendeliana y darwiniana, del gran arte renacentista, de la espléndida literatura, de los grandes adelantos en la navegación ultramarina, de iluminismo filosófico, de la dignidad kantiana del ser humano, del contrato social roussoniano, de la división de poderes de Locke y Montesquieu.
De la Revolución Francesa la de la igualdad, libertad y confraternidad que dijo: “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”, la misma de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que reivindicó la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión, y creó los derechos civiles, políticos y sociales de los ciudadanos como individuos libres.
De la Revolución Industrial inglesa, que se encargó de extraer los secretos de las fuerzas de la materia a través de la ciencia y la tecnología y ponerlos al servicio de la economía y del desarrollo humano.
¡Y entonces el horror! Porque como Fausto, Europa tenía escondido bajo la manga un contrato que había firmado con el Diablo, quien la lanzó como la Llorona loca de Tamalameque, desde el siglo XV, a las aguas del mundo con sus brújulas, astrolabios, sextantes, carracas, galeones y cañoneras, y después, motorizados y con tecnología bélica terrorífica, a repartirse América, África, Asia y Oceanía, en nombre de la eurocéntrica “civilización”.
¡Pero obvio! El Diablo pasaría su factura: les enredó esas bajas pasiones y durante esos quinientos años nunca se pudieron poner de acuerdo en la repartición del globo y sus riquezas, hasta que llegó el siglo XX, y ahí fue Troya. Los primeros diez millones de muertos de la primera guerra mundial no lo dejó satisfecho, y exigió una segunda entrega de cincuenta millones más, que debería incluir: devastación total física y moral de todo el continente, muerte científica industrial y tecnificada en cámara de gases de millones de individuos, hambrunas apocalípticas, genocidios masivos, masacres por doquier, desplazamientos, bombardeos inclementes a ciudades y pueblos enteros indiscriminadamente; y por favor, por favor, bombas atómicas a civiles, mínimo dos, dos inmensos hongos atómicos quiero ver. Todo esto se le cumplió al pie de la letra en la Segunda Guerra Mundial. Hoy los europeos parece que saldaron su cuenta con el diablo, sin embargo, todavía hay unas glosas pendientes.