La primera edición del Pequeño Larousse Ilustrado data de 1905. Hay quienes afirman que, de tener que escoger un solo libro para pasar la vida en una isla desierta, no dudarían en llevar consigo un diccionario de su lengua nativa. Esta determinación nos permite comprender la importancia que para el ser humano tiene ese libro que almacena todas las palabras que utilizamos, ordenadas, además, en forma alfabética.
El diccionario es un instrumento que nos brinda la oportunidad de manejar el idioma de manera correcta. No todas las personas recurrimos al diccionario con los mismos fines: unos lo buscan cuando tienen dudas o quieren ampliar el sentido de un término ya conocido; otros se interesan en los sinónimos y antónimos que ofrece el lenguaje o se extasían en la lectura de biografías y datos históricos y geográficos. Una atracción especial, por lo apasionante, es la actividad de búsqueda de palabras específicas para lograr la solución de crucigramas.
Pero se da el caso lamentable de personas que, por su oficio, deberían consultar el diccionario en forma permanente y, sin embargo, no lo hacen. En el periodismo, por ejemplo, el diccionario es una herramienta de trabajo. Las dudas deben resolverse de inmediato. No se concibe la existencia de una empresa periodística sin un ejemplar voluminoso y actualizado de un buen diccionario de la lengua.
En este punto de nuestra exposición, no faltará quienes afirmen que los medios actuales de información permiten la consulta inmediata de la definición de palabras o términos sobre los cuales tenemos dudas. Acudir a Google o a Wikipedia está de moda. Sin embargo, no encontraremos allí profundidad en los conceptos; además, muchos de sus contenidos obedecen a opiniones de usuarios que se acostumbraron a participar en las redes sociales sin aplicar rigor a sus pesquisas.
Cuando el editor, gramático y lexicógrafo Pierre Athanase Larousse -nacido en Toucy, Francia, en 1817- inició la publicación en fascículos del Gran Diccionario Universal del siglo XIX, en 1863, no pensó que esos 15 volúmenes iniciales que recogían información hasta 1876 habrían de dar origen al Pequeño Larousse, que hoy contiene más de 100.000 palabras y alrededor de 200.000 definiciones en casi 2.000 páginas. Aparecen en él las variedades de nuestro idioma en España y en los países que hablan castellano. La idea y el empeño de su creador hicieron posible que el Diccionario Larousse se editara en otros idiomas, difundiendo su lema original: ‘Je sème à tout vent’ (‘Siembro por doquier’).
Es placentero tomar en las manos un diccionario para consultar o resolver una dificultad y encontrarse de inmediato con otras palabras que no estaban en nuestra búsqueda del momento. Casi siempre comprobamos que en vez de una duda absolvimos dos o más. Ese milagro solo se logra mediante la familiaridad que establezcamos con el diccionario.
La vigencia del Pequeño Larousse Ilustrado demuestra la forma como esta obra se ha consolidado. También existe el Larousse en francés y otros idiomas.
Aunque es cierto, lo reconocemos, que mucho debemos al Pequeño Larousse, no es deslealtad señalar que en algunas ocasiones este diccionario no nos brinda la claridad que en él buscamos. Tal vez sean pocos casos, pero los hay. Como ejemplo citamos la palabra ‘parricidio’, que según el diccionario significa “Delito que comete el que mata a su padre, madre o hijo, o a cualquier otro de sus ascendientes o descendientes legítimos o ilegítimos, o a su cónyuge”.
Siempre se había definido como parricida solo a quien daba muerte a sus padres. Cuando un padre mata a un hijo, se trata de filicidio; la muerte de la esposa por parte de su marido es un uxoricidio. Pero el Pequeño Larousse incluye todos estos homicidios en una sola palabra: ‘parricidio’. Y no estamos de acuerdo con eso.
Por otra parte, hay diccionarios poco confiables. Casi siempre son los pequeños volúmenes que en muchos casos las editoriales venden y hasta regalan a los estudiantes de la educación primaria. Basado en uno de esos ejemplares, un estudiante discutía con su profesora sobre la escritura del término ‘exhausto’ y le mostraba la palabra ‘exausto’, mal escrita en su pequeño diccionario. Claro que ese no es el caso del Pequeño Larousse; pero errores como ese suelen difundirse con celeridad imperdonable. Es apenas de elemental justicia desear muchísimos años más al diccionario que siempre ha sido y será nuestro asesor de cabecera. Y no nos importa que, irónicamente, siga siendo ‘pequeño’.