Hace algunos años leí una obra del escritor José Consuegra Higgins y encontré en sus relatos un verdadero espacio para el descanso y el equilibrio emocional. El doctor Consuegra habla con tal sentimiento de su pueblo natal, Isabel López, que el lector no puede menos que sentirse llevado de la mano a través de los escenarios de la infancia del autor.
Considero que cuando ese traslado topográfico se produce por causa de un relato, el narrador tiene que sentirse recompensado. Y llega el momento en el cual rememoramos episodios lejanos ya en el tiempo y nos rodea la atmósfera que en aquellos días los envolvía. Casi se siente el olor de los recuerdos, aunque las calles y solares hayan sido tapados por el concreto y las edificaciones, lo que impide a los niños de hoy levantar el polvo con los pies o cazar pequeños reptiles entre abrojos y verdolagas. En esos casos se nos olvidaba por momentos el ‘mandado’ que nos habían encargado y de esa manera se daba paso al regaño o al castigo en el hogar.
Ya no se habla de ‘mandado’ sino de ‘diligencia’, cuando todos sabemos que son la misma cosa. Para muchos niños era un verdadero tormento buscar de tienda en tienda lo que le habían encomendado; otros, menos retobados, acudían a sus ‘ruedas’ o aros para echarlos a rodar y correr a su lado como si en realidad se tratase de un vehículo. Juraban que no sentían la distancia y disfrutaban del trayecto de ida y vuelta. En ocasiones pedían prestada una rueda, preferiblemente de hierro, porque eran más rápidas, y en pocos minutos estaba cumplida la misión.
Los personajes de la infancia nos asaltan cuando recorremos los territorios que transitábamos por obligación o por puro gusto. Se le dice al amigo: “Este era el camino viejo de Mamatoco. La arena era gruesa y por aquí corría una acequia. A cada lado había hortalizas…”. Casi siempre el acompañante de turno —que ha llegado a la ciudad hace apenas treinta años— duda de la veracidad de lo que escucha. Mucho menos puede creer que el tren paralizaba la ciudad cuando se detenía durante horas con sus decenas de vagones cargados de guineo. Entonces los automóviles y camiones quedaban inmovilizados de uno y otro lado de la vía mientras los peatones pasaban por debajo de los vagones o por encima del mecanismo de enganche de los mismos.
Los recuerdos permiten vivir de nuevo. Sin embargo, para hablar de la Santa Marta de esos años se necesita disponer de mucho tiempo; el suficiente para detenerse en sitios claves y describir lo que antes allí había. Y recordar a personajes que nunca se propusieron convertirse en símbolos de la ciudad de antaño, pero consiguieron erigirse como puntos de referencia de una época determinada.
Me viene a la memoria la opinión de una ilustre dama samaria, reconocida gestora cultural, quien textualmente me dijo: “En una ocasión tuve que rechazar un proyecto sobre Santa Marta y sus tradiciones porque consideré que un trabajo de esa clase no puede dejar de mencionar a ‘Manuelito’ Corvacho”. Tenía razón. ‘Manuelito’ Corvacho era un señor bastante moreno, bajo de estatura y su particularidad consistía en pregonar con una bocina los bandos de la Alcaldía local y los programas de los cines de la ciudad. Parado en una esquina anunciaba lo que se le encargaba. Iniciaba y concluía su pregón siempre con la misma frase imperativa: “¡Óigase bien!”. Fue un personaje típico no solo de Pescaíto sino de toda Santa Marta.
Sé que muchos lectores de esta columna lamentarán que no me refiera a muchísimas personas que en nuestra ciudad dejaron huella, ya sea por su indudable carisma o por su excentricidad estrafalaria, muchas veces inofensiva. Criticarán que no haya dedicado espacio al loco ‘Caimán’, con su acoso verbal a las mujeres que se negasen a darle algo de amor. ‘Se mueren’, decía al final de una retahíla erótica que él consideraba piropo galante. Ah, ‘Caimán’, siempre asociado a la ‘Pelúa’, la novia que el público ‘le adjudicó’.
Todo eso ha quedado atrás, en el recuerdo, para la añoranza. Santa Marta ha crecido tanto, que los alejados corregimientos que antes nos rodeaban hoy son barrios cercanos. Miles de habitantes se alojan en modernas urbanizaciones y en populosas ciudadelas. Ya no sabemos con exactitud el nombre de muchos barrios e ignoramos la ubicación de los mismos. “Es el progreso, compadre, o el desarrollo”, me dijo un amigo. Y es cierto, porque Santa Marta era distinta.