En Santa Marta y en el Departamento —por no decir que en todo el país— se encuentra uno con personas que tienen mucho que contar y, mejor aún, quieren contarlo; sin embargo, se limitan ellos mismos y se abstienen de hacerlo porque temen la crítica de los ‘expertos’, por un lado, cuando no la condena de los incapaces, que son precisamente quienes no se atreven a escribir. Si de algo sirve esta columna, quiero recordarles que toda persona es dueña de lo que escribe, con sus aciertos y enredos conceptuales.
Otra cosa es el descuido que muchos autores dejan traslucir al publicar una obra plagada de errores en la escritura. Es cierto que merece aplauso la aparición de esas manifestaciones literarias. Casi todas tienen que ver con la cultura o con el conocimiento, considerados desde diversos puntos de enfoque. Sin embargo, hay que recomendar la asesoría de un corrector que revise la obra antes de que llegue a la editorial. Téngase en cuenta que en periódicos y revistas son importantes los cargos de corrector de pruebas y de estilo. Para los libros de textos o escolares, se encarga de esta función el corrector de material didáctico.
Los escritores –sean consagrados por la fama o neófitos en la profesión– están obligados a revisar sus textos antes de someterlos a la impresión tipográfica final. El elogio con el que se premia al autor va dirigido, pues, no solo al contenido sino a la corrección en el lenguaje. Se equivocan quienes piensan que García Márquez no sometía a revisión sus producciones literarias. Nuestro Nobel escuchaba recomendaciones y sugerencias, además. Pero en nuestra ciudad, particularmente, aunque nos alegra que la actividad literaria se haya reactivado últimamente, tenemos que llamar la atención sobre el descuido que presentan algunos libros que aún deberían estar en proceso de revisión.
Por otra parte, el trabajo del corrector permite que las publicaciones se liberen de los errores que cometen quienes se arriesgan a escribir.
Hay una obra muy ponderada cuyo título es ‘Historia del cerco de Lisboa’. Su autor es nada menos que José Saramago, escritor portugués premio Nobel de Literatura de 1998. Es una novela en la cual se destaca el oficio y la importancia del corrector en una editorial y los peligros que conlleva un descuido en el lenguaje. En la obra mencionada, el corrector decide introducir la palabra ‘no’ en el material que está corrigiendo. Lógicamente, todo lo que sigue en el texto a partir de esa arbitrariedad, contradice el propósito del autor. Me llama la atención un hecho relevante en la vida literaria de Saramago: no se atreve a publicar una obra sin antes someterla a la corrección de su esposa, Pilar del Río, la traductora de sus libros al español.
Para destacar la importancia que tiene presentar un libro sin errores en su redacción, citó como ejemplo la preparación y edición de una obra didáctica que publiqué en el año 2000: ‘El comentario de textos’, con tercera edición en el 2001. Cuando informé a la Editorial Armonía, de Bucaramanga, que el texto original ya estaba corregido, esa empresa redujo el costo de la impresión en ochocientos mil pesos. Es decir, mi trabajo de autocorrección fue tasado en esa suma. ¡Hace 23 años!
El escritor ‘primerizo’ casi siempre considera exagerado lo que le cobra un corrector de estilo. Una imprenta ‘de garaje’ convierte en libro el material tal como se lo entrega el autor; una editorial seria, en cambio, no lo publica sin corregirlo, porque en su trabajo va implícito su prestigio.
En resumen: hay que escribir, sí, pero sin someter al lector a la tortura de pasar la vista por errores que, cuando no tergiversan el sentido del mensaje, por lo menos cansan la vista, enredan las ideas o, con mucha frecuencia, impiden que el maltratado lector llegue al final de la obra