marisab1393@hotmail.com
El cuatro de diciembre del año pasado, le preparaba una colada de avena a mi hijo. Había estado con fiebre y bajo de apetito pues la virosis de ese momento le arrebataba aquel día su entusiasmo habitual, del cual tanto disfruto.
El malestar lo llevó a mi lado para dormir juntos aquella tarde sin energía eléctrica, una larga siesta en nuestro chinchorro en el patio de la casa. Por eso y la temperatura de su cuerpo, detallé que no se sentía bien.
Le pregunté que quería de cenar y su decisión fue inmediata: Quiero colada mamá. Al disponerme a batir la colada caliente que había preparado con avena en hojuelas en un Nutribullet, me percaté que el líquido se filtraba y ya que había iniciado el proceso de batido, intenté retirar el vaso del motor.
En ese momento tras un estallido todo fue doloroso físicamente y confuso emocionalmente. Mi hijo lloraba pues presenció todo al acercarse a la puerta de la cocina, al tiempo que unas gotas de avena cayeron en su pie. Por mi parte, sentía un ardor indescriptible en el brazo izquierdo al tiempo que notaba que caían grandes gotas de sangre en el piso.
Revisé a mi hijo notando que solo su pie, gracias a Dios, había recibido un poco del líquido caliente mientras él lloraba desconsoladamente, para luego revisar de dónde venía la sangre pues no sentía dolor alguno en otra parte de mi cuerpo. Al revisar en detalle, noté una extensa cortada en mi antebrazo derecho que goteaba profusamente.
Todo eso sucedió en segundos y no a la velocidad que escribo estas letras o que usted, mi querido lector, las lee. Fue un caos total. El llanto desesperado de mi hijo retumbaba en nuestra casa y yo me apuraba a ponerme con la ayuda de la nana, papel de cocina para tapar la cortada mientras tomaba una bata y así llegar hasta urgencias de la clínica cercana donde somos atendidos los usuarios de mi EPS.
Al llegar, ahora sí, sintiendo un terrible dolor en ambos brazos, me tomaron signos vitales para luego pasar al médico que me atendería y suturaría mi herida posteriormente.
Al darme cuenta de que era una mujer, esperaba la sensibilidad y empatía tan característica de nuestro género, sin embargo, su pregunta inicial al verme llegar aún embadurnada de esa mezcla pastosa que conservaba en varias partes de mi cuerpo fue: ¿Por qué no te lavaste?… Creo que mi silencio fue la mejor respuesta. Ante la caótica situación que acababa de vivir, de lo único que alcancé a percatarme era que mi hijo no estuviera quemado y que yo recibiera pronto atención por urgencias.
En mi mente pensaba en la desesperación de mi hijo al dejarlo en casa, pues además salí sin dispositivo móvil por lo que no sabía nada de cómo estaba en ese momento, y, entre el ardor que sentía y el sufrimiento por la cortada, en mis aturdidos pensamientos por lo que había acabado de suceder sólo daba gracias: Gracias porque sucedió así, gracias porque fue a mí y no a mi hijo, y gracias porque fue en un brazo y no en una parte mucho más sensible de mi cuerpo.
Con los días fue llegando la sanación, dolorosa y lenta como algunas situaciones de la vida. La regeneración de la piel causa picazón y la sensación de tensión en la herida cuando esta se va secando es bastante incómoda. Esta dolorosa experiencia me dejó muchos aprendizajes.
Las precauciones que debemos tomar al cocinar (pues este es un arte que disfruto hacer constantemente) es una de ellas. Otra es quizás, hacer un llamado de atención sobre la necesaria humanización en los procesos de atención en salud a los pacientes, tanto en consulta externa como en hospitalización y urgencias.
Esta última tan venida a menos en algunos casos, pues lo vivido me llevó a reflexionar sobre ello al sentir la desafección respecto del dolor ajeno en carne propia. Salí de la clínica sin siquiera habérsele aplicado alguna pomada o crema que aliviara el indescriptible ardor que sentía pues me informaron que no tenían nada para ello.
Con la sutura en mi brazo derecho y ayudada por mi primo José Luis, hijo de tía Cuny, quien estuvo presente en todo momento, salí de allí a comprar los medicamentos ordenados con toda la esperanza en la sensación de alivio que el abrazo de mi hijo Manuel Antonio de Jesús me causaría, y en efecto, así sucedió.
En el camino hacia la cicatrización que, en efecto y gracias a Dios llegó con el tiempo, hallé manos benditas, como la de mi enfermera Karina en Medigroup. El primer día fue el más fuerte pues se retira suavemente toda la piel que no se necesita y se aplica una crema antibiótica cuyo efecto fue bastante intenso ya que tenía una pequeña área infectada.
Cinco curaciones ordenadas por la médico, fueron suficientes para que todo se acelerara y mi sanación fuera más rápida. Con mucha paciencia hallé en los encuentros diarios con ella y sus manos mágicas, lo que mi herida necesitaba.
Tan diferente a la enfermera de la misma clínica a la que meses atrás llevé a mi hijo, quien al preguntar la causa mientras le tomaba signos estando adormilado en mis brazos, procedió a informarme que tres episodios de vómito no eran suficiente motivo para llevar a un niño a la clínica.
Inmediatamente pensé en las mujeres wayuú a quienes les dicen lo mismo y al recibir esta información deciden llevarse a sus hijos. Mi respuesta para ella fue contundente y creo que de esa manera entendió, lo que me generaba su no pedida e inapropiada opinión.
La psiquiatra española Marian Rojas Estapé expresa en su libro Cómo hacer que te pasen cosas buenas que, el médico debe ser persona vitamina para sus pacientes y cuánta razón tiene.
Gracias a quienes estuvieron allí incondicionalmente, a mi entrañable amigo Edgardo Quintero, nuestro médico de cabecera, quien generosamente atendió videollamadas y revisó los avances de las heridas. Mis amigas wayuú Ismeira y Keyla, me regalaron plantas medicinales y mi amigo Clifford Rosa desde Aruba, me envió la famosa crema de aloe vera, especial para la recuperación de pacientes que han sufrido quemaduras cuya muestra me habían obsequiado en el Museo del Aloe en junio de 2022 cuando junto con mi hijo viajamos para celebrar mi cumpleaños en esa bella isla.
Innumerables personas escribieron mensajes, monitorearon, llamaron y enviaron sus buenos deseos en este proceso en el que reconocí que, sanar duele.
Cómo sucede en la vida con las heridas emocionales, estas eventualmente se convierten en cicatrices (unas visibles y otras no tanto) que recuerdan lo vivido, pero ya, lejos del dolor y eso pasa ahora con las que tengo en mis dos brazos. Los ángeles terrenos, la gratitud como principio de vida y las herramientas espirituales, hacen que el camino sea más llevadero y enriquecedor, aún en medio de la incertidumbre y el dolor de sanar.