En estos días de este octubre lluvioso viene a mi memoria el anunció del Premio Nobel de Literatura del año 1982 para el escritor colombiano Gabriel García Márquez, de lo que han transcurrido 40 años.
Fue exactamente el día 21 cuando Gabo recibió la llamada de la Academia Sueca, anunciándole que se había ganado el anhelado premio.
La llamada la recibió en su casa de México y no en Colombia, su patria, porque desde el día 26 de marzo de 1981 vivía en ese país. Él, que era un hombre bien informado, tuvo noticias que un sector del servicio de inteligencia colombiano lo vinculaba al grupo guerrillero M-19 y por esa razón tomó la decisión de llegar hasta la Embajada mexicana en Bogotá y pedir asilo político antes que lo arrestaran o pudiera ocurrirle otra cosa.
García Márquez nunca escondió su posición ideológica de izquierda, hecho que le mantuvo siempre entre amores y odios; mayor aún, por su amistad entrañable con el líder y presidente de Cuba, Fidel Castro Ruz.
Se ha escrito mucho sobre la obra literaria de nuestro nobel, por esa razón, en este generoso espacio que me brindan, pretendo hacer una reflexión sobre su sueño de la unidad latinoamericana, que se evidenció con mayor énfasis en el discurso de aceptación del premio, el día 10 de diciembre de 1982.
Nuestro Gabo, con la irreverencia propia del hombre del Caribe, rompió el rígido protocolo del frac y se vistió con un hermoso liqui – liqui, prenda típica de los llanos colombo venezolano y lo acompañaron además juglares vallenatos, rodeado de acordeones, cajas, guacharacas, cumbiamberas y rosas amarillas.
Pero quiero resaltar un episodio que a mi juicio la gran prensa universal restó importancia. Me refiero no simplemente a la belleza poética, ni a la lirica maravillosa del discurso, sino a la denuncia realista y mágica de la soledad latinoamericana que solo un hombre como él, era capaz de realizar en una ceremonia como esa. El genial escritor repasó las historias sociopolíticas que en cierto modo explicaban la literatura de América.
Denunció al mundo entero que América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda, no había tenido un instante de sosiego desde que Europa piso estas tierras. Habló de las guerras, de los dictadores, de los muertos, de los desaparecidos, de los exiliados. Expresó con su Realismo Mágico: “La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado”.
Y dijo eso, reclamando de los grandes líderes universales, que luchaban en Europa por la construcción de la unidad de sus países; hecho que finalmente lograron 11 años más tarde en 1993. Expresó además, que América necesitaba la solidaridad con nuestros sueños y que se requerían actos de respaldo legítimos a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
Recuerdo con nostalgia aquel valiente y maravilloso discurso, porque esos reclamos genuinos del nobel, aún siguen vigentes. Encontramos hoy que Europa gracias a la decisión de la unidad se disputa con Estados Unidos y China el poderío mundial. Lo que pudiera ocurrirnos a los latinoamericanos si tuviéramos la unidad de nuestros pueblos que un día soñó nuestro padre libertador Simón Bolívar, para desarrollarnos y ser un bloque económico y social importante.
Nuestro Gabo, realizó dos preguntas que aún hoy cuarenta años después tienen plena vigencia: ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social?
¿Porqué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes?
El mismo nobel se respondió esos interrogantes a renglón seguido: “No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a tres mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad”.
Murió nuestro nobel, como murieron muchísimos lideres con el sueño de la unidad latinoamericana, de establecer no solo un mercado común de circulación de mercancías y de servicios, sino de personas que posibiliten potencializar nuestra región. Gabo, en ese discurso retrató de cuerpo entero a nuestra América; ese reclamo a más de uno le pareció impertinente y los grandes medios de comunicación prefirieron invisibilizarlo, seguramente para contribuir a otros cien años de soledad.