Si no era por una foto que publicaron en Facebook, con tu rostro lleno de huellas del sol y del tiempo y con tus ojos clausurados en tinieblas tú, duende andariego, hubieses quedado sepultado en un rincón de mi memoria, como un recuerdo más de aquel la inquieta imaginación infantil; junto a los ratones que hacen trueques con los dientes de leche de los niños y a los requiebros de una mujer que llora sin parar en las madrugadas de una noche de lluvia y no… Eres real, un personaje legendario de mi Macondo amada que sí existió.
Eras de carne y hueso, de pocos kilos y de mucho coraje.
Eras la personificación del hambre y la miseria de la raza wayuú, que por secula seculorum se ha apoderado de cada grano de arena de los desiertos infinitos de la siempre sedienta guajira.
Eras el valor y la dignidad. Sí, claro que sí, porque aún con tu guayuco y tu palo – bastón y tus harapos desgastados de lluvia y de sol, mimetizados con el color de tu piel, que era el mismo del barro del desierto, infundías tanto respeto como cualquier rey bañado en oro.
Tú eras y eres aún leyenda y eso cuantifica tu valía al infinito.
Eras la causa de por un instante sentirse bueno y generoso, cuando casi que temerosos nos acercábamos a ti a darte una limosna o un poco de “wüin” para bañar tus labios sedientos, en un pocillo de peltre; ese de las florecitas descarchadas, reservado en cada morada, solo para ti.
Aunque si tu anatomía grotesca y hasta incompleta te alejaba de los estereotipos de belleza, tú eras un ser hermoso, tan hermoso como un ángel; porque detrás de tus hombros desgastados imaginábamos alas; alas que volaban hasta tu ranchería cuando nadie te veía.
Es que no había otra manera para justificar como tú, sin vista y con hambre, podías
recorrer toda Riohacha día tras día, sin cansarte ni perderte: eso no es de humano, algo mágico debías tener.
Llegó el día en que no te vi más y no pensé ni remotamente que hubieses muerto: Para mí, tú eras inmortal.
Seguramente –imaginé– cambió de ruta y encotró la trocha que lo conduce al cielo y ahí debes estar: mirando sin ojos pa’ abajo, sonriendo sin dientes pa’ arriba.
¿Sabes? Yo te amé y nunca dejé de hacerlo. Y no me siento superior por ello o especial; al fin y al cabo reconozco que bajo el ardiente sol de mi península, no existe un solo mortal que hubiese cruzado su vida con esta leyenda sin enternecerse: ¿Existe alguien que no haya amado a Zángane? … Dios pague.
Que tengan ustedes un riohacherísimo día: alegre y cálido.