Las tradiciones del Carnaval de Riohacha como Los Embarradores y El Pilón son casi bicentenarias.
Sus orígenes contienen genuinos aportes del corazón de criollos y de migrantes que llegaron a esta tierra buscando tranquilidad y perpetuar sus legados.
Sus símbolos y significados han venido compartiéndose por generaciones. Los Embarradores con sus cuadrillas y capitanes inducen a sus militantes sobre cómo se unta el barro precedido por el símbolo icónico que es el abrazo del embarrador. El barro no se lanza, no es un despojo que se tira, tampoco es un instrumento de agresión. Como toda tradición, su transmisión es oral y su escuela se salvaguarda en la costumbre y en el cuidado de los mayores.
El pilón desde Encarnación Bermúdez hasta la ‘Pipi’ se ha defendido de intervenciones atentatorias contra sus formas y manifestaciones, ha viajado por el país; pero no son lo mismo las pilanderas de Consuelo que las piloneras de la comae Pipi.
Tampoco es lo mismo el fortachón que se levanta y le atiborra de maicena los ojos a su compañero de parranda y si no le gusta lo abofetea y le patea el rostro; tampoco es la mujer que agarra por las greñas a otra y la baja por unas escaleras dándole golpes, mucho menos es el batallón de jóvenes que asaltan una droguería buscando un farmaceuta que les cure la sicodelia, los excesos de alcohol y la euforia;catapultados por las redes sociales que magnifican el desorden y como ola, generan repudio.
Entre lo que es el carnaval y lo que no es,existen distancias enormes que no se aligeran con la salida de prisa de la sociedad que grita acaben esa vaina, que nunca seremos como Barranquilla. El carnaval propio nunca ha pretendido desde sus inicios ser como otro, se ha desvirtuado y su reflejo como manifestación obedece a una profunda crisis social que polariza centro y periferia. Entre la ciudad que se abastece de agua todos los días y la que recoge la escasez de cada semana, entre la que vive de los presupuestos oficiales y la que lucha por el rebusque con los índices más altos de informalidad. Los muchachos criados en las barriadas sin agua atesoran en bolsitas la poca que consiguen y se las lanzan como petardos en batallas épicas con más vértigo y adrenalina que dolor. Con bolsitas también se moja y se burla a quienes desatienden el mandato de que estamos en carnaval.
Entre tanto, el carnaval se sigue sofocando desde adentro en un círculo vicioso entre un presupuesto paupérrimo que origina una organización mediocre, empeñada en montarse sobre los hombros de reinas escogidas a dedo “que sean sostenibles”, marginando y excluyendo lo popular, en respuesta el pueblo se mofa de su corona y no le rinde pleitesía al cetro.
Jorge Gómez Effer, embarrador y especie de académico del carnaval, dedicado en sus años de retiro a la introspección y a reflexionar sobre las tradiciones de la riohacheridad afirma en sus conversaciones que el carnaval es reflejo de las fisuras profundas que tenemos como sociedad. La misma ciudad que se resiste a creer que sus límites hace rato se corrieron y que lo que llama periferia es la expansión babélica de su propia existencia.
En cuanto a intolerancia por ejemplo, como la sociedad misma, la tradición ha tenido sus picos. En la década del 70 en pleno auge de la bonanza Marimbera fue ultimado a tiros un embarrador a manos de un capo que enfadado y cegado por el poder de su arma le propinó unos disparos a un muchacho que jugaba al carnaval.
La misma sociedad apocalíptica que clama por el fin del carnaval es la que eleva a musas y versos los bollos calientes pal gobernador, que grita en cada saltito el Oa del pilón, mientras se escabulle en la metáfora del te quería y era por el pelo.