Bien que lo sabes tú, estudiante de provincia, que abandonaste el nido y volaste a la gran ciudad a prepararte, a extrañar lo que dejaste y soñar con un volver.
Después de haber soportado las peripecias universitarias, sacar adelante el semestre y estirando la plática; al fin llega el momento de olvidarte de todas estas responsabilidades y regresar a casa, al mejor hotel: ‘Hotel Mamá’, donde dejas la luz encendida, saqueas sin remordimientos la nevera y comes lo que te da tu reverenda gana; ya no tienes que echarle agua al shampoo para que rinda: ¡que viva el derroche!
Ahora es tiempo de sentarte de nuevo en la mesa a sabiendas que en el plato encontrarás la presa que más te gusta y que, por esos días, la cocina abrirá sus puertas para preparar lo que tú quieras, pues el estudiante llega de nuevo al pueblo y es un deber consentirlo.
Si existe un paraíso celestial, lo imaginas igual a tu tierra en vacaciones, cuando te las ingeniabas para divertirte organizando los mil y un fundingues habidos y por haber y ‘El combo’ era tu principal aliado: Los Agüitas, Los A36, Las Cremas, Las Cubetas, Los Villanos y por supuesto, ‘El peaje’, que fue el combo que me tocó a mí en mis años mozos.
Y no es por nada, pero ese merequetengue de ‘El Peaje’ no tenía par.
Nuestros padres estaban desesperados con tanto invento: que la fogata, que la miniteca, que el partido de fútbol, que la pachanga; todo esto organizado en un bordillo y sin celular, con libreta en mano, recogiendo cuotas y fiando sin pagaré.
Y se reencontraban los amorcitos oficiales o a escondidas, llegaban de la capital los hijos de los que un día sefueron sin olvidar su tierra y enseñaron a su prole a amarla con locura para anhelar un siempre regresar; se recogía la vaca pá la botellita y estaban los fasistorazos que para impresionar a la hembrita que pretendían eran los que más ponían o los gorreros, que fingían unas ganas de ir al baño para no poner, o los que simplemente admitían su limpieza y resolvían todo con un “manito pon tú por mí”, pero de que había botella, había y no una, todas las necesarias para parrandear hasta ver el alba, esperando que, con los rayos de sol, se abrieran los portones de las matronas fritangueras y llegar a casa con la barriga llena y el corazón no tan contento, con el miedo espanta pea, por los regaños de los padres, con amenazas y advertencias de un “te va a caer la crítica encima”.
Vacaciones sabrosas, donde el amor y la amistad estaban de tu parte y la alegría era tu eterna compinche, con toda La Primera de sede y El Muelle de sucursal, robando los minutos a las horas para que fueran eternas.
Pero te llega la fecha y te marchas con la maleta a tutiplén, repleta de las exquisiteces pueblerinas que no encontrarás jamás en la gran ciudad.
Con el paso del tiempo, el corazón se nutre con los recuerdos bonitos y las divertidas anécdotas de tantas travesuras, de los disparates de juventud y los errores que con cicatrices y callos en el alma, te dejaron importantes lecciones de vida y hoy, al evocarlos, te dibujan sonrisas llenas de picardía y nostalgia. Es que realmente aún no logras entender dónde estaba la sensatez que ahora exigimos a nuestros hijos, cuando en más de una vez la perdimos y naita nos pasó, aquí estamos vivitos y coleando, sin acordarnos, como tampoco se acuerdan los curas, que un día también fuimos sacristanes.