El mundo avanza hacia un escenario más justo en el que se proscriba el abuso y el acoso sexual contra las mujeres. La emergencia del movimiento #MeeToo, ha sido ejemplarizante para que aquellos que se aprovechan de su poder y prestigio para obtener favores sexuales, sientan que la sociedad y la justicia hoy es más dura y que las mujeres ya no callan esos indignantes agravios.
Pero, el debate también supone una arista muy espinosa: si bien los límites entre la injuria de hecho y el abuso sexual están bien definidos, no sucede lo mismo con el acoso. La Corte Suprema de Justicia ha dispuesto: para que exista un acoso debe ser una conducta repetitiva, insistente, que genere mortificación en la víctima. Se tipifica cuando la esencia de la conducta radica en la asimetría entre la víctima y el agresor, es decir, una relación de superioridad, sin que esta necesariamente implique que se trate siempre de un jefe y un subordinado. Se puede dar en relaciones de autoridad, poder, edad, sexo; posición laboral, social, familiar o económica que permite a este último, coaccionar a la primera.
Una interpretación literal de la normatividad podría hacer pensar que, si usted, amigo lector, alguna vez ha sido insistente al tratar de seducir a una mujer, es un acosador; mucho más si esa mujer no le daba muestras de aceptación. Y pensar que, en asuntos de mujeres, muchas veces, cuando dicen “no”, en realidad quieren decir “sí”. Hay tantas mujeres que cuentan que, al principio, el que es hoy su esposo no le movía la aguja del corazón y solo la persistencia hizo que “le parara bolas”. Ser persistente pasó de ser cualidad a morbo. Se crea así un dilema: si el hombre es muy insistente, es un acosador; si no lo es, se pierde de muchas relaciones. Si la mujer “pela el diente” enseguida, se tilda de fácil; si se hace la difícil, hace retirar a una potencial pareja.
Si usted es docente y ha tenido una relación con estudiante, es un acosador según el Código Penal colombiano. En ese caso, yo lo soy, pues mis hijos los tuve con dos mujeres que fueron mis alumnas. Lo que la ley no tiene en cuenta es que, la gran mayoría de relaciones amorosas se establecen en los ámbitos laborales; por eso, la mayoría de docentes universitarios terminan casados con mujeres que fueron sus alumnas; las mujeres policías quedan atadas a compañeros de trabajo, la mayoría de ellos con un rango o antigüedad mayor a ellas.
Si usted ha tenido una relación con una mujer que trabaja en la misma empresa y que tenga un rango menor, puede ser acusado por ella de acosador; igual si su posición económica, social o etaria es mayor y no había aceptación “manifiesta” de ella. La ley y quienes las impulsan, a veces desconocen que la natura y la cultura hacen del macho, un ser con tendencia a la ofensiva para el apareamiento. El día que los hombres, a fuerza de ley, dejen de insistir, ser a veces molestosos y perniciosos a fin de conseguir a la mujer que le gusta, el apareamiento, motor de la humanidad, estará en peligro.
Un poeta amigo, me decía en estos días: “Las generaciones de hombres que vienen, llegarán al ridículo extremo que, para enamorar a una mujer, deben exigir, preferiblemente con firma ante notario, la expresa aceptación de la mujer para poder seducirla si no quiere correr el riesgo de ir a la cárcel por acosador”.
El acoso requiere unos límites claros, de lo contrario, cualquier mujer resentida a la que una vez le insistimos mucho, puede llevarnos a la cárcel como acosadores. Y el tema no solo es con los hombres, porque tengo muchas amigas que han tenido pretendientes lesbianas y confiesan que estas son más acosadoras que los mismos hombres. Lo paradójico es que muchas de estas son las que llevan la bandera para la penalización del acoso sexual. A nombre de proteger, con la mejor intención, la dignidad de la mujer, también hay casos en los que se ha pretendido equiparar el abuso y la violación al mismo nivel de criminalidad que el coqueteo insistente.