¡Ah, el Estado colombiano! Esa joya de la ingeniería social que, contra todo pronóstico, sigue en pie como un edificio construido sobre arena movediza. Nada más injusto que acusar a este mastodonte burocrático de haber fracasado. ¡Por favor! Si lo que tenemos es un Estado exitosamente fallido, una obra maestra del absurdo que nos llena de orgullo patrio (y de memes).
La tecnocracia chibcha, esa élite de funcionarios que confunde PowerPoint con política pública y KPIs inflados con progreso real, sigue convencida de que Colombia avanza. Son verdaderos sacerdotes del Excel, expertos en llenar informes con datos que nadie verificará y diseñar estrategias que colapsan antes de que termine el primer café de la reunión inaugural. Pero no se preocupen, porque aquí no hay crisis que no pueda resolverse con una nueva mesa de diálogo (que nunca se lleva a cabo) o con una reforma estructural que termina archivada junto a las aspiraciones de quienes creyeron en ella. Son los mismos genios que implementan modelos de desarrollo con nombres tan rimbombantes como ‘Transformación Digital para el Cambio Social’ mientras los hospitales parecen escenarios de The Walking Dead, los niños mueren de desnutrición y las carreteras lucen como si hubieran sido bombardeadas por meteoritos.
Pero, ¿por qué culpar a estos burócratas gloriosamente incompetentes cuando la ineficiencia es ya parte de nuestro ADN cultural? Nuestro Estado ha perfeccionado el arte de no hacer nada mientras lo finge todo. Aquí, las entidades existen no para solucionar problemas, sino para justificar su propio funcionamiento. ¿Un Ministerio sin resultados? No hay problema: creamos una superintendencia. ¿La superintendencia también fracasa? Nombramos una comisión especial. ¿Y si todo sigue igual? Pues redactamos un Documento Conpes, porque al menos queda constancia de que alguien tuvo la intención de mover un dedo. Como diría un funcionario amigo: «Un Conpes no se le niega a nadie, aunque sea solo para decorar el escritorio».
Mientras tanto, el país se gobierna con decretos que nadie lee, la seguridad la garantizan grupos armados mejor organizados que la Policía (y con mejores uniformes), y la justicia se administra con la agilidad de un trámite en una notaría de pueblo donde el empleado está de vacaciones desde 1998. Pero eso sí, cada tanto nos recuerdan que estamos en la ‘senda del progreso’, viviendo sabroso en la ‘potencial mundial de la vida’, aunque la única línea recta que crece en este país es la de migrantes jóvenes huyendo hacia el exterior con una maleta y un sueño.
En esta tecnocracia chibcha, la política pública es un acto de fe, y la gobernabilidad se mantiene con trinos y comunicados de prensa donde el presidente explica por qué todo está bien y si algo está mal es por culpa de los «gobiernos de derecha que gobernaron durante 200 años». Y así seguimos, entre marchas, paros, escándalos de corrupción y discursos de optimismo vacío que podrían ganar un premio Oscar a la Mejor Interpretación por Inacción.
Algunos contertulios me contradicen y afirman: “No, aquí no hay Estado fallido”. Pero al final de la frase, la realidad se encarga de responderles “…no, que va, solo un Estado ausente, reemplazado por redes clientelistas, mercados paralelos y feudos políticos que administran sus territorios con más disciplina que cualquier Ministerio”. Pero no hay que alarmarse: mientras haya elecciones cada cuatro años y discursos sobre democracia, todo seguirá funcionando… al estilo chibcha, claro. Porque, al final, lo importante no es resolver los problemas, sino asegurarse de que sigan siendo rentables para quienes los administran.
Así que, queridos compatriotas, celebremos nuestra peculiar forma de gobernar. Después de todo, no somos un Estado fallido; somos un laboratorio viviente de cómo sobrevivir a pesar de nosotros mismos.