Cosas tiene la vida que impresionan grandemente y tal me pasó hace poco. Ver en un mostrador de una supertienda un salchichón que se anunciaba como “fino” resulta una afrenta a tan popular e indispensable amigo de las circunstancias más mundanas que cualquiera pueda imaginar. Sentí un escalofrío al pensar que este sustituto de la opulencia pudiera volverse clasudo. Del placer del salchichón tal vez solo se escapa en el inframundo. Recordar este bocato es evocar los placeres más íntimos de los que pocas veces se puede hablar en público como para que ahora una compañía de carnes frías se nos venga con semejante agravio. Paladear este alimento es tener la certeza de que gozamos de una salud de hierro, pues como dicen los españoles (verdaderos maestros en el arte) quien quiera gozarse un embutido no debe preguntar cómo se hacen esas robustas tiras de felicidad.
El salchichón es una pieza de la dieta que representa en su cabal sentido la democracia al estar disponible para las mayorías y garantizar al consumidor que lo compra al detal la seguridad que le venden una fracción justa. No existe otro nutriente que venga de fábrica ya porcionado y entero a la vez. Basta mirar uno de sus costados y se apreciarán unas marcas equidistantes que representan la balanza de la justicia: una parte sigue a la otra en un peso y cantidad equivalente, dando la impresión que fuese una medicina administrada a gotas: la precisión absoluta. En todo momento se sabe qué nos despachan. Nada de cucharas medidoras, de pesas o de usar una cinta métrica. Con el salchichón es lo que es sin misterios. Gran canto a la transparencia comercial, al trato comercial tú a tú, para que ahora se nos hable de un pariente dizque fino.
Quienes en Cartagena asistimos a variados espectáculos de masa, fuese en el Estadio 11 de Noviembre (hoy Abel Leal), la plaza de toros, presentaciones callejeras multitudinarias y otros de este tipo, podemos dar testimonio de dos personajes que ofrecían sus viandas a los espectadores. Ignoro sus nombres de pila, pero no hace falta citarlos. Ayudaron a paliar el hambre de multitudes
Uno de estos fue el señor apodado Bracito de oro con su bandeja de emparedados de mortadela (esbelta prima del salchichón). El otro era un tipo corpulento, cabellera a los hombros y un sempiterno sombrero, cuchillo en mano. Vendía rodajas de salchichón con su correspondiente tapa de limón. Por el largo tiempo que estos personajes fueron vistos en los escenarios de la Ciudad Heroica parecían ser los amigos de todos. Nadie nunca se quejó porque la parte del embutido que le correspondía fuese más pequeña de lo esperado.
Resulta mucho lo que el apetito de la clase económicamente precaria debe al salchichón y sus mancuernas, el pan de sal y la Kola Román. El famoso sancocho de tienda, que de prosperar esta aberración que se anuncia como “fino” provocaría la pérdida de un valor cultural. Nadie aspira a que cuando consume esta vianda le sepa a jamón pata negra de los que duran largo tiempo en conserva curándose y que cuestan una exorbitancia por fuera del alcance de muchas personas. Nada de eso.
La clientela del salchichón es fiel al manjar que seguramente hacen con las mejores partes del cerdo y todo lo que sobra de este. Jamás hay una pizca de desconfianza en el salchichón tradicional y su hermano, el cervecero; la versión albina del salchichón, el de pollo, carece de la alcurnia de sus familiares. ¡Muerte al usurpador salchichón “fino” por arribista!