Ella era la encargada de despedir a la luna y desearle los bueno días al sol y su mejor amiga era la aurora, que se dejaba encantar al compás de cada escobazo.
Mona se levantaba sin mirar el reloj y se anticipaba a los 4 campanazos de la iglesia, para iniciar la danza de la escoba al va y ven de las hojas secas de los árboles que caían libremente por las calles de El Guapo.
Barría concentrada en sus inocentes pensamientos; cavilaciones inocentes y puras, como toda ella, sin pecado y sin tacha. Y a los borrachos del barrio que regresaban tambaleantes a casa o a los laboriosos madrugadores que se tropezaba, regalaba una sonrisa y un saludo, preguntando siempre, con sincero interés, por los seres queridos de cada quien.
¡Barre Mona! Decía su yo interior y ella le obedecía. Con especial esmero, barría las casas de sus parientes. De hecho, la puerta de la casa bonita de la esquina de su amado Lilo, permanencia inmaculada, como ella. Las cáscara de mamones y las pepas de mango permanecían por contados instantes ensuciando el sardinel donde los muchachitos jugaban a “dos caballitos de dos en dos” y a “los pollos de mi cazuela” porque la diligente mujer se apuraba en recogerlas, sin lamento o queja alguna del usual reguero infantil.
Siempre he pregonado que se educa con el ejemplo, así que Mona, sin siquiera imaginarlo, era el despertador de la conciencia social del barrio de mantener limpias las calles.
Con su civismo cotidiano y silencioso, más efectivo que la urbanidad de Carreño, levantó a las matronas del guapo, tal vez no tan temprano como ella, pero igualmente también salían a barrer el polvo, las hojas y las preocupaciones del día.
Se fue Mona, y cuando llegó al cielo, ni siquiera la esperó San Pedro porque encontró la puerta de par en par, espernancada, como acogiendo a quien regresa a casa, a su lugar natural, allí la esperaban las vecinas del guapo celestial, que apenas la vieron, dejaron a un lado lo que hacían y escoba en mano la saludaron y juntas se dispusieron a barrer el ya resplandeciente lugar, situado más allá del sol: las Ichas y las Memes, todas a barrer con ella.
Al fin entendimos, con su partida, que su paso temporal por esta tierra fue un regalo de Dios. Pues se trataba de uno de sus ángeles favoritos a quien envió por 97 años a enseñar no solo en la escuelita primaria donde alguna vez ejercitó su profesión de maestra, sino a todo el que se cruzó por su camino, el valor de la humildad, de la sencillez, la laboriosidad, la generosidad y el amor…. ese que brotaba de su sonrisa, cuando con su mirada te decía “ay mijita mía”.
Y fue en ese instante cuando aprendimos que al hacerte pequeña con tu sencillez, te hiciste realmente grande, con tu ejemplo.