La Marchanta se le anticipó al sol y se despertó a preparar con movimientos lentos y meticulosos, todas las cosas que le servían para irse a la “civilización” y vender el espeso bebedizo que manipulaba con cuidado y metía en su recipiente de calabazo.
Amarraba con una cuerda un pocillo, también de calabazo, a la desgastada vasija para que le sirviera como unidad de medida al venderla a sus clientes “arijuna”; esos mismos que se la encargaban semanalmente o que se antojaban a su paso al escuchar su voz, que asemejaba más a una súplica que a un pregón callejero: “cojoooooosa”.
Desgarraba cada letra ofreciendo su manjar de antaño que hoy en día escasea, haciéndolo más preciado aún cuando bastase pocas monedas para adquirirlo.
Caminaba en una marcha serena, despacio y constante, con la cabeza gacha y de cuando en cuando alzaba la mirada en dirección a las luces de la ciudad que a lo lejos, bastante lejos, divisaba.
La Mache, solemne y silenciosa, llega a la civilización y la recorre de atrás para adelante.
Avanzando su marcha por los barrios populares hasta llegar al centro y recorriendo las calles de sus posibles clientes, anuncia su llegada con una sola palabra: “cojooooosa”.
En una cultura tan alegre como la nuestra, donde la chercha abunda, el respeto y la autoridad de este diminuto ser es incuestionable, nadie se atreve a molestarla, a faltarle el respeto o importunar su marcha.
Hasta los carros que andan como alma que lleva al diablo, cuando la distinguen, desaceleran y hasta capaz que detienen su carrera para dejarle atravesar las grandes avenidas, que contrastan con los senderos y las trochas solitarias que la llevan de vuelta a casa.
Marchanta, de mercante, porque negocia mercancías; cosas sencillas que no son más que el alimento que le regala la madre tierra y que le permite un sustento precario para ella y su gente.
La piel arrugada por el inclemente sol, los dientes gastados de tanto masticar miseria y los ojos entrecerrados como hendijas profundas que observan el paso de la vida.
La Marchanta nos enseña el arte de observar y callar, que no es más que la virtud de la prudencia… quizá que pasará por su mente cuando nos mira, a veces triste y siempre misteriosa.
La Marchanta quiere agua, de esa que te sobra y de la que a ella siempre le falta y cuando le refrescas la existencia pueda que te regale una tímida sonrisa y te eche una ñapita de cojosa, así descomplete el poco recaudo de la jornada.
Y así como llegó, se va, silenciosa y meditabunda, sin perturbar nuestro reino, tornándose invisible para muchos.
Paradójicamente nuestro paso por su reino es abrupto y escandaloso; lleno de motores, de música incomprensible para sus habitantes de plástico, contaminación y explotación.
Si, explotación, porque los pocos pesos que se quedan como limosnas, no alcanzarían para comprar la riqueza cultural que impregna la existencia de hasta al más ignorante de los mortales.
No permitas que la ambición y la soberbia de sentirte superior, te aparte del respeto que le debemos a ella… La mujer wayuú y toda su gente.
Respetar a La Marchanta es entender lo grande que nos hace la diversidad y agradecer el valor que dona a nuestra tierra, al ser la cuna de una cultura milenaria.
La colonia los redujo a un espacio diminuto e inhóspito pero tú, paisano, sabes que son tus hermanos mayores y confío en que los sabrás defender con los dientes y las uñas porque “a lo tuyo, tú; con razón o sin ella”.
Que tengan ustedes un riohacherísimo día: alegre y cálido.