“Mi madre fue mi gran amiga, amarla yo más no pude, mi madre fue en la vida el amor más grande que tuve”: Camilo Namén. ‘Querida mamá’.
Con mi corazón lacerado por la ausencia, y con mi mente abrumada por los gratos recuerdos nos encontramos frente a la primacía de la realidad que se celebra el Día de la Madre y el centenario desde cuando mi vieja vino a este mundo, desde cuando llegó a Monguí, su pueblo amado, adonde sirvió a tanta gente dejando su huella imborrable en todas las buenas obras que realizó.
Escuché decir a Alejandro Sáenz durante un concierto cuando murió su madre, hace muchos años vinieron esas palabras sublimes a mi pensamiento. Hoy escucho decir que la gente está comprando regalos para agasajar a su mamá durante las 24 horas de alabanzas que para ellas trae el mes de mayo, y mientras muchos compran los detalles que a ellas les gustan, debo yo conformarme seleccionando las rosas para llevarlas con la luz a su tumba como testimonio de gratitud por la crianza que me dio, los pechiches que me prodigó y los buenos ejemplos que me dejó.
De sus ojos, vi por primera vez la luz, de su corazón brotó la primera manifestación de amor para mí cuando recibió mi frágil cuerpo un día jueves del mes de abril, para disfrutar desde entonces hasta cuando Dios puso fin a nuestra relación de mutuo pechiche y complacencias y su “mala crianza”.
En mis sueños la he percibido feliz, se dibuja en su rostro la misma alegría que sintió el Día de las Madres, recién egresado de estudiar cuando le di mi primer regalo, fruto de los primeros pesitos que recibí por el ejercicio de mi profesión. Era una mecedora donde decía siempre que mecía sus penas y sus alegrías, y un ventilador, que para entonces era un artículo muy importante en las salas de las casas, para ella y para mí era algo del otro mundo, no tenía un valor económico, sino sentimental.
Los recuerdos de mi vieja son imperecederos, el amor a la tierra que nos vio nacer que nos inculcó es inconmensurable, y el aprecio a sus familiares y amigos que todavía viven permanecen incólumes y la costumbre de tener siempre una hamaca en la casa, porque nunca tuve cuna, aún se mantiene.
Trabajó tanto mi vieja, que me hubiera gustado que la divina providencia le hubiera prodigado cien años de vida terrenal, solo así hubiera alcanzado a disfrutar en su verdadera dimensión la obra que con sudor, lágrimas y privaciones logró construir, sin palo y sin perrero, sin cemento y sin ladrillo, sin más instrumento que su inteligencia y sus dos manos para edificar en la cabeza de cada uno de sus hijos un patrimonio intangible, perpetuo y que no es posible valorar en pesos, sino en sentimientos, el estudio y la preparación recibidos, eso no se compra con todo el dinero del mundo, y solo se alcanza cuando se tiene una madre abnegada, amorosa, trabajadora y entregada al sacrificio por los demás, como yo la tuve.
Hoy, recordando a mi vieja, y como homenaje a todas las madres rememoramos la historia de la chica avergonzada por la cara deforme y las manos quemadas de su madre; nunca la presentaba a sus compañeros de estudio y a sus amigos, una vez la vieja que había notado la situación le preguntó a la muchacha por qué sus amigos y amigas no la visitaban en su casa, y la jovencita sin sonrojarse, y sin quitar los ojos del teléfono le respondió, diciéndole algo más doloroso que las lesiones que presentaba su cara y sus manos. “es que tú eres muy fea, tu cara y tus manos me avergüenzan”.
Su madre le dijo: “algún día sabrás cuán injusta has sido con quien no solo te dio, sino que también te salvó la vida”. La jovencita, cuando al fin se desocupó de enviar y recibir mensajes, reflexionó sobre las palabras expresadas por su progenitora y pregunto a una tía, por qué su mamá era tan fea, y fue allí cuando se enteró de la injusticia cometida, pues esta le contó que su madre era una mujer bella, sus manos lindas y su rostro y su piel digna de una princesa, hasta el día que la casa donde vivían se incendió y ella tuvo que escoger entre la vida de su hija y la suya, y para salvarla que se encontraba dentro, enfrentó el fuego, y por eso su rostro se desfiguró y su cuerpo fue presa de la candela. Sus manos se inutilizaron, pues entró entre llamas y cubrió a su muchachita con sus brazos. La tía terminó diciéndole lo siguiente: “Ella sería muy bonita, pero tú hubieras muerto calcinada, sacrificó su belleza para que tú no murieras”. La chica salió de prisa y pidió perdón a su madre, quien le dijo: “Ya Dios te perdonó porque no sabías lo que decías, y aunque te avergonzabas de mí, nunca tuve duda de mi amor por ti”.
Benditos sean aquellos hijos que en cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios honran a su padre y a su madre, rinden culto a su presencia y hacen por ellos en vida, y no después que se mueren, lo que honestamente corresponde… Amarlos entrañablemente duele cuando no están para abrazarlos en sus fechas especiales.
El que quiera saber la falta que hace la mamá, que me pregunte a mí, la extraño como el primer día, ¿qué hay que dejarla ir? sí, es cierto, pero no es fácil dejar de reverenciarla y dejar que nuestra imaginación haga permanente repaso a su omnipresencia en mí; cuando voy a la casa siento su olor, su presencia, sus ojos sobre mí, seguramente ansiosa de recibir de mis manos el masaje que le hacía con alcoholado glacial en su brazos cansados del trabajo y su espalda cansada de tantas cargas que tuvo que soportar… Madre, en un Día de las Madres duro, triste y conmovedor por tantas ausencias, nos consuela saber que ya nuestros y nuestras hermanas y demás familiares que han partido gozan contigo la grata compañía de la mismísima Virgen María que sobre ustedes susurra palabras de amor.
¿Por qué Dios me la quitó tan pronto, si yo la quería tanto?
¡Mamá, qué tristeza, cuídame en este mundo donde hay tanta gente mala!